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Primer día

No podemos regresar a la misma escuela que dejamos hace un año.

Yolanda Reyes
Desde hoy se van a hacer sus vidas, que son distintas de las nuestras. Empezaremos a verlos por las calles, con sus maletas pesadas y con otros uniformes –pues los de hace un año “se les quedaron” casi sin estrenar–, y con esa manera de moverse que recuerda la fuerza de la horda primitiva. Hay que empezar por reconocer que no estamos completos, ni en las familias ni en el mundo, y que la escuela tampoco es la excepción: algunos no contestarán al llamar lista, y la primera lección será dar nombre y averiguar la razón de cada ausencia.
Al celebrar este reencuentro, no podemos olvidar que hay cosas que cambiaron para siempre y que hay otras que debemos cambiar a partir de hoy. Hay que destinar bastante tiempo del currículo para mirarse en los ojos de los otros y reconocerse detrás de tantas máscaras, y buscar otras formas de hablar y de pensar. Hay que desempolvar (insisto) los libros de la biblioteca para que se encuentren con los lectores y se vayan con ellos a la sombra de un árbol o a la casa, y hay que dejar jugar a los niños más que nunca (y nunca es bastante en ese tiempo irrepetible de la infancia) para que puedan rebobinar en símbolos lo que aún no se atreven a decir. Hay que dejarlos embadurnarse de planeta: que pasen mucho tiempo posible al sol y al aire, que siembren y vean crecer algo –un frijolito, al menos– para reconectar la tierra con el cuerpo y con el deseo de explorar y hacer preguntas.
Esas podrían ser algunas de las tareas urgentes de los niños, ¿pero qué decir de las nuestras como adultos? Después de tantas evidencias –y de tantas frases hechas– sobre la importancia de la escuela, no podemos regresar a la misma escuela que dejamos hace un año. No podemos conformarnos con recibir el aval de las autoridades ni con su derroche de decretos, circulares y papeles que no solo van en contravía de la sensatez y de la ecología en tiempos tan difíciles, sino que nos distraen de las verdaderas discusiones sobre educación, más allá de abrir la escuela.
Insistir en la necesidad de la educación presencial puede ser un comienzo para “situarla en la agenda del país”, pero comienzos ha habido muchos, casi siempre ligados a una coyuntura, y no han rozado siquiera superficialmente el problema que tenemos en Colombia con esta fábrica de inequidades que se produce y es a la vez producto de la escuela. En ese sentido, el supuesto debate de estos días –o el monólogo entre dos posturas frente a las condiciones de apertura– ilustra la escisión entre la educación pública y la privada que está en el centro de nuestro contrato social y que a todos nos ha sesgado la mirada. El hecho de que tenga mayor visibilidad la opinión del presidente de algún gremio comercial que la del gremio de maestros o la tendencia a “culpar” del cierre prolongado exclusivamente a Fecode impide un debate argumentado sobre la desigualdad educativa y sobre la incompetencia del Estado para hacerles frente a sus carencias. Desde la infraestructura física (saneamiento o baterías sanitarias, por ejemplo) hasta el exceso de alumnos por maestro en la educación oficial, hay una responsabilidad del Gobierno que no puede encubrirse detrás de los discursos condescendientes ni de la satanización de los sectores.
¿Cómo imaginar una escuela sin maestros, o una apertura que no tenga en cuenta sus miedos y sus carencias, pero también su capacidad crítica y de agencia y su significado para el país? ¿Podemos arrogarnos una victoria como sociedad dejando de lado la voz de los maestros y los rectores de instituciones oficiales? Hay que empezar por entender que la educación pública es de todos y que mientras no sean todos los que regresen a la escuela en condiciones seguras, no va a ser viable este país para ninguno.
YOLANDA REYES
Yolanda Reyes
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