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Por la educación

Más allá de insistir en alternancia o en ‘lavarse las manos’, Gobierno debe asumir responsabilidad.

Yolanda Reyes
‘Home schooling’, dicho en inglés, para que suene a ‘colegio de élite’, o niñeras expertas como las de la tele, que enseñan de casa en casa, cargando pesados maletines de material didáctico, sin garantías de salud ni prestaciones sociales, al servicio de Su Majestad el Niño y de sus padres, de ahora en adelante denominados ‘los Clientes’. Suspendida entre la oferta y la demanda, la educación privada afronta la amenaza de convertirse en la prestación de un servicio que se mide y se pesa con ese cliché del costo-beneficio, y se subasta por horas domiciliarias de entretención dirigida; (¡solo falta un convenio con Rappi!).
Pendiendo de otro hilo –o del mismo–, la educación pública se mueve entre las inequidades de siempre, que son más viejas que internet, y se debate entre la carencia de conectividad, de materiales, de instalaciones higiénicas y de maestros que puedan manejar el sobrecupo de alumnos, esquivando el miedo –quizás el mismo de siempre– de quedar abandonada a su suerte, entre protocolos imposibles de cumplir, mientras la peste ronda.
Y en la mitad, en la cuerda floja, están los estudiantes, las familias, los maestros y el valor social de la educación en Colombia, cuya crisis será, sin duda, una de las irreparables pérdidas dejadas por la pandemia. Esta pérdida del valor de educar no solo afecta a quienes antiguamente eran llamados maestros y hoy se denominan ‘agentes educativos’, sino a la institución escolar como escenario –físico pero también simbólico– de transmisión cultural en el que la sociedad delega la construcción y la transformación permanente del proyecto de una nación.
En este país en el que cada vez se descubre algún funcionario que ha falsificado o inflado un título, que ha plagiado una tesis de grado o que ha llegado a un cargo importante sin méritos académicos, no debería extrañarnos el escaso valor que se le asigna a la escuela. Ese lugar y ese tiempo para aprender, en el que la sociedad del conocimiento se permite detener la mirada atenta de sus ciudadanos durante cada vez más años, requiere de un saber y de un proceso pedagógico que es inversamente proporcional a la idea del diploma como mercancía de entrega inmediata. Quizás sea ese escaso valor social, aprendido con tantos ejemplos nacionales, el que explique la indiferencia, o incluso la hostilidad, frente a los esfuerzos educativos que piden auxilio para sobreponerse a la catástrofe.
Insisto en ese punto porque no veo un horizonte de sentido ni una apuesta de Estado liderada por el Ministerio de Educación como organismo rector alrededor de la educación en tiempos inciertos. Más allá de insistir en la alternancia o en ‘lavarse las manos’, la acción exactamente contraria sería la de asumir una responsabilidad contundente frente a la pauperización educativa, y esa responsabilidad comienza por entender que el mundo no volverá a ser igual, al menos, durante un par de años. ¿Por qué no poner en palabras lo que eso significa para el sector y anticiparse a la realidad, en vez de ir corriendo los plazos mes a mes, que es la forma menos eficaz para hacer planes que apunten a la sostenibilidad de lo que aún no se ha quebrado?
Un pacto para salvar la educación –al estilo del Plan Marshall– que involucre a la familia, a la sociedad civil y a las empresas, para proteger a la institución educativa de su desaparición, lo cual supone un liderazgo y una gran inversión. En vez de lanzar préstamos que agobien a las familias y a las instituciones quebradas, la responsabilidad del Estado frente a la magnitud de esta crisis que amenaza el derecho a la educación es una inversión colosal de recursos. Es esa su responsabilidad histórica. Lo demás es lavarse las manos.
YOLANDA REYES
Yolanda Reyes
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