En todos estos años no hemos tenido estadísticas confiables sobre el reclutamiento de miles de menores para las filas del conflicto armado y ahora, con motivo de la entrega pactada con las Farc, las inconsistencias son de la magnitud de 21 en las cuentas de ese grupo versus 170 en las cifras del Gobierno. Pero no son cifras, sino niños, niñas y adolescentes, con esas voces y esos cuerpos que aún no han aprendido a manejar, muy parecidos a los que vemos en nuestras casas y en nuestros barrios. No están volviendo de un campamento de verano, como regresan otros niños al estudio, después de vacaciones. Algunos cargan uno que otro muerto y todos tienen heridas visibles e invisibles. ¿Con qué las curaremos?
¿Qué haremos con estos niños que el fin de semana pasado regresaron de la guerra? ¿A qué país regresan? No me refiero al protocolo de verificación de datos personales ni a los informes sobre sus estados de salud física y mental, ni a su internación provisional en centros de acogida, sino a lo que haremos después, cuando las cámaras se vayan a cubrir otras noticias y se vayan también las comisiones internacionales y los organismos multilaterales. Y escribo “haremos”, en plural, porque ni la institucionalidad de este país ni eso que llamamos sociedad civil (usted y yo) parecemos preparados. Pero no podemos seguir mirando para otro lado.
“No va a ser simplemente un solo momento, es un proceso y esta es la primera fase”, declaró el comisionado Jaramillo, pero no aclaró cómo se hará la siguiente fase “de reincorporación, reparación integral e inclusión social”, es decir, la fase del resto de la vida. ¿Cómo desaprenderán las lecciones de la guerra y asumirán sus memorias traumáticas para reconstruir su identidad? ¿Cuáles serán los espacios institucionales –bienestar familiar, educación, salud, recreación, cultura– y las redes de solidaridad que los contengan? ¿Cuál es el proyecto que ha pensado este país para darles la bienvenida a la civilidad a estos muchachos? ¿Quién lo lidera?
La propuesta gubernamental de “priorizar la reintegración familiar y comunitaria, en sus propias comunidades o en comunidades culturalmente similares”, parece desconocer que, según la evidencia disponible sobre reclutamiento infantil, muchas familias están inmersas en las mismas dinámicas de ilegalidad y de vulneración de derechos que llevaron a los niños a vincularse a los grupos armados, lo cual nos lleva a una pregunta incómoda: ¿esas familias y esas comunidades cuentan con apoyo psicosocial y económico para recibir a los “hijos pródigos” y favorecer su integración con los que se quedaron? Y hay otra pregunta más complicada: ¿en qué condiciones están los niños que se quedaron? ¿Tienen garantizados sus derechos? Hablo, por ejemplo, de las historias de La Guajira o del Chocó para situarnos en terreno conocido. Hablo de los albergues de menores del ICBF. ¿Son esas las “comunidades culturalmente similares”?
Pero no solo hablo de Estado, sino también de usted, de mí, de nuestras comunidades, de nuestro país, porque nosotros somos los adultos y esos niños son nuestra corresponsabilidad, y ya llegaron. Necesitan un espacio solidario en esta sociedad y una respuesta integral que va más allá del sí o el no. ¿Estamos preparados para darla? ¿Tenemos un plan en nuestras escuelas, nuestras universidades, nuestras empresas, nuestros barrios?
Necesitamos un cambio cultural para recibir a esos niños que se nos han escapado de las manos y brindarles los entornos protectores que les negamos cuando los lanzamos a la guerra. En ellos, y en los que se quedaron, sigue agazapado el gen de la violencia, a menos que entendamos que el combustible de esta guerra es la falta de opciones en la infancia.
YOLANDA REYES