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La vida después de las siglas

La vida después de las siglas

Sin voluntad de integración, tendremos los mismos guetos y las mismas zonas de desplazamiento.

Dice un comunicado del Consejo Nacional para la Reincorporación (CNR) que cerca de cincuenta menores de edad llegarán a las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN). Además de esa cifra aproximada, se reporta que 87 mujeres embarazadas y 65 en estado de lactancia (sic) también llegarán, de las Farc-ep a las ZVTN. Habrá acompañamiento del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), de Unicef y de otras ONG internacionales y nacionales, a las que el ICBF aportará su profusión de siglas y programas, para cumplir con los protocolos de salida y dar inicio al “camino diferencial de vida” (¿CDV?), una estrategia integral –también palabras recurrentes– para la atención y consolidación de los proyectos de vida de los NNA (niños, niñas y adolescentes).

En esas zonas se cumplirá una primera fase indispensable, que es la de saber quiénes son los recién llegados, cómo están y quiénes son sus familias, para iniciar procesos de restitución de derechos y “devolverlos” a sus seres queridos (suponiendo que los quieran, lo que no se puede dar por hecho). Desde esa etapa, prevista para ciento ochenta días, surgen ya muchas preguntas: ¿qué pasará con los muchachos de dieciocho años y dos días, que ya dejaron de ser niños jurídicos? ¿A dónde irán los que se enrolaron en la guerrilla, justamente para salvarse de sus familias? ¿A dónde, los que solo saben disparar o las jóvenes mujeres, con sus bebés errantes? ¿Qué relaciones remplazarán esos lazos con sangre que, mal que bien, los vinculaban con la guerrilla?

Sin embargo, después de esos meses transicionales de acogida comenzará la más peligrosa y la más larga de las fases, para la que nadie se ha inventado aún ninguna sigla o comité, y a la que podemos llamar, sencillamente, el resto de la vida. Y como los días pasan volando, nos llegará el momento de entender que esos bebés, esas madres adolescentes y esos niños y jóvenes nos han sido devueltos a todos nosotros: a este país en el que se les vulneraron, uno por uno, sus derechos, como se les vulneran día tras día a muchos de sus familiares de todas las edades: a muchos colombianos.

Entonces, sin importar qué tan bien redactados estén los acuerdos o qué tanto nos gusten, afrontaremos el problema verdadero, el mismo que no hemos resuelto en ninguno de tantos armisticios: el de integrar a esos muchachos a la sociedad, lo cual significa que compartan los pupitres, los parques, las comunidades, las fiestas, los hospitales y los espacios culturales con los jóvenes de su edad; en suma, que crezcan gozando de los mismos derechos y de las mismas oportunidades para “ganarse la vida”, en el pleno sentido del término.

Sin esa voluntad de integración, tendremos los mismos guetos, las mismas zonas de desplazamiento y los mismos cinturones de miseria que siempre hemos tenido y que empujaron –y siguen empujando– a tantas generaciones colombianas a todas las formas de delincuencia, de marginalidad y de pobreza derivadas de esa sucesión de inequidades y de la falta de presencia del Estado.

Además de la urgencia de un trabajo político y administrativo eficaz que articule las diversas acciones del Estado, de lo nacional a lo local, tenemos un desafío educativo y cultural sin precedentes para el que, evidentemente, no estamos preparados ni como sociedad ni como Estado. Entender que no es viable un país en el que la opción para una gran mayoría de colombianos es elegir las siglas del grupo armado o la ‘bacrim’ y, en consecuencia, situar la integración y la garantía de los derechos, en igualdad de condiciones para todos, es el núcleo del posconflicto. Más allá de las carpas, de los primeros auxilios y del desarme en 180 días, la construcción de una democracia real pasa por eso.

YOLANDA REYES

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