Llegaron al jardín después de cinco años, acompañadas de su hija, que ya no era esa bebé a la que le había leído cuentos y había soñado con tener de alumna, sino una niña acróbata, con una energía desbordante y el mismo amor de siempre por los libros. La última vez que la había visto apenas balbuceaba en jeringonza y ahora hablaba inglés, con algunas palabras en español.
Como una de las mamás tenía que irse, me quedé charlando con la otra, que había sido mi alumna en un seminario de literatura y que, muchos años atrás, cuando era niña, había ido a la “hora del cuento”. Mientras la niña exploraba, feliz, todos los espacios, la mamá y yo nos las arreglábamos para desatrasar la vida, con esas típicas interrupciones a las que suelen obligar los niños para que nos dediquemos enteramente a sus hazañas.
“Nuestro diploma de estos años”, dijo con orgullo, y me mostró un papel que contestaba a la pregunta sobre sus últimas ocupaciones. Era el registro civil de su hija, fechado en julio del 2016, que remplazaba al antiguo registro, expedido en el 2011: ese que solo tenía dos casillas, una para los datos de la madre y otra para los del padre. Y si alguno de los dos “faltaba” (según el eufemismo que solía usarse), la casilla correspondiente a la “falta” se rellenaba con líneas punteadas o se dejaba en blanco, como una incompletud, como un silencio.
Esta mamá no era la madre biológica. Se había enamorado de otra mujer y entre las dos habían tomado la decisión de hacer una familia. Sin embargo, en el 2011, la recién nacida solo pudo ser registrada por la madre biológica. Y ella, que se había alegrado y asustado y emocionado y trasnochado igual, tuvo que ir a trabajar al día siguiente del nacimiento y al siguiente, maquillándose las ojeras para que nadie se enterara. No tuvo licencia de maternidad/paternidad y en las urgencias del hospital le cerraron la puerta (“solo entran los padres; demuéstreme que usted sí es la mamá”...). No existía una casilla para ella en el documento que identificaba a su hija como ciudadana colombiana y fue esa sucesión de exclusiones la que las obligó a irse de Colombia y a pasar muchos trabajos, en busca de un lugar donde fuera posible ser una familia, simplemente, compuesta por dos mamás con una niña.
Ese nuevo registro civil de nacimiento, el primero expedido por la Registraduría de Usaquén, que reconocía por fin una “estructura familiar homoparental” y que hacía posible, la “Adopción Consentida Igualitaria”, según lo establecido por la Corte Constitucional en agosto del 2014, convertía a esta ciudadana, ante la ley y para todos los efectos, en madre de su hija. En las dos casillas idénticas del registro, leímos, con las letras borrosas por las lágrimas, las frases siguientes: “Datos de madre o padre. (Para casos de pueblos indígenas con línea matrilineal o parejas del mismo sexo, anotar el progenitor que indiquen los declarantes para el primer apellido del inscrito)”. Y aunque el texto distaba de ser un poema, era conmovedora su capacidad para reparar tantos años (siglos) de exilios cotidianos.
Se aprende a sobrevivir, dijo la madre, y agregó que solo después de haber vivido tantas peripecias para lograr ese reconocimiento legal, con todos los derechos y todas las responsabilidades inherentes al hecho de ser una familia, había descubierto el esfuerzo que había demandado estar siempre a la defensiva: a veces invisible para evitar confrontaciones, a veces beligerante, a veces huyendo, pero siempre con esa sensación de “ilegalidad”. Su historia ilustra lo que significa que exista –o no– una casilla para albergar en la ley –y en el lenguaje también– a una persona. A todas las personas.
YOLANDA REYES