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¿Una inteligencia excesiva?

No deberíamos emocionarnos tanto con la dichosa IA, pues es un arma de doble filo.

Vladdo
Un sábado cualquiera, un tipo le comenta a su pareja: “Mira, se me dañó el zapato”. Ella responde el lamento con algo de comprensión, pues se trata de unos zapatos que compraron juntos en un viaje reciente. Hablan unos minutos más, y al final surge la consabida queja de que las cosas ya no las hacen como antes, pues se suponía que esa marca de calzado era muy buena.
Después, ambos se sumergen en su cotidianidad. Ella se pone a leer, mientras él se sienta frente al computador, a ver qué pasa en el mundo. De repente, se oye un llamado desde el estudio. “Mira, me está saliendo publicidad de zapatos”, dice él, medio sorprendido. Ella, escéptica, se acerca a la pantalla, y de la incredulidad pasa al estrés al descubrir que, además, en los banners sale la misma marca de la cual habían hablado unos momentos antes.
Conozco bien esta historia, ocurrida poco antes de la pandemia, porque mi casa fue el escenario de esos hechos que estaban archivados en un rincón de mis recuerdos, y que salieron a flote ahora, a raíz de los múltiples comentarios alrededor de la inteligencia artificial. No pasa un día sin que aparezca la noticia de un nuevo hallazgo, una nueva proeza o un nuevo trabajo que la IA es capaz de hacer “mucho mejor y más rápido que una persona”.
Yo, que no soy ajeno a la tecnología, y que la he incorporado a mi trabajo –incluso fui editor de Informática de Semana–, creo que no deberíamos emocionarnos tanto con la dichosa IA, pues, a pesar de sus innegables ventajas y de su asombroso desempeño, es un arma de doble filo que, en manos equivocadas, puede causar mucho daño; no tanto por su ilimitada capacidad técnica sino por los riesgos sociales y políticos que podría implicar su uso desmedido e incontrolado.

La IA lleva entre nosotros mucho más tiempo del que nos han dicho, y si apenas ahora la sacaron del clóset es para perfeccionarla.

Como lo señala la revista británica The Economist, hay distintas aproximaciones a este espinoso tema. Algunos abogan por la libertad absoluta en su aplicación y desarrollo, para sacarle el máximo provecho. Otros piden una especie de congelamiento en su implementación, mientras se conoce y se estudia mejor su impacto, y otros más sugieren que a la IA se le dé el mismo manejo que a una medicina de prescripción, que debe administrarse dosificadamente y con estricta supervisión.
Según dicha publicación, la pesadilla es que una IA avanzada pueda causar daños a gran escala, fabricando venenos o virus, o persuadiendo a los humanos para que cometan actos terroristas. O que en el futuro la IA pueda tener objetivos que no coincidan con los de sus creadores humanos. Al mejor estilo de HAL 9000, el computador de la película 2001: Odisea del espacio, digo yo.
Entre los personajes preocupados está el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien llama la atención acerca del futuro de la democracia. “La democracia es básicamente conversación; personas que hablan entre sí. Y si la IA se apodera de la conversación, se acabó la democracia”, dijo, con toda razón, en una entrevista con The Telegraph, de Londres.
Otro historiador, el alemán Philipp Blom, quien estuvo hace poco en Bogotá, hablaba del peligro de utilizar la IA para distorsionar los hechos y la noción de la verdad, pues lo que se puede registrar hoy como ‘cierto’ probablemente no va a ser verificable en unos años. “La esfera pública va a estar saturada de noticias falsas que se verán muy realistas”, decía.
No tengo pruebas pero tampoco tengo dudas de que la IA lleva entre nosotros mucho más tiempo del que nos han dicho, y si apenas ahora la sacaron del clóset es para perfeccionarla. No de otra forma se explica que los computadores y los celulares manejen tanta información sobre nuestras vidas.
De hecho, me pregunto: si ya nos monitorean los movimientos, las voces y los hábitos, ¿qué les impide ahora monitorear también nuestros pensamientos?
VLADDO
puntoyaparte@vladdo.com
Vladdo
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