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Los apuros del periodismo

Lo que pasó en 2016 con los medios fue producto de la pérdida de la confianza del público en los grandes medios y en los periodistas.

Vladdo .
En estos tiempos de ‘posverdad’, de tergiversación, de opinión disfrazada de información y de realidad alterna, el día del periodista –que en nuestro país se celebra cada 9 de febrero– debería ser una fecha, más que para el mutuo elogio, para reflexionar acerca de lo que en los medios se hace bien, mal y regular.
De un tiempo acá, la prensa, que gozaba de un gran prestigio entre la opinión pública, ha visto cómo esa confianza se ha venido derrumbando de manera paulatina; en algunos casos por su propia culpa y en otros, por razones que no son atribuibles a los periodistas ni a los dueños de los medios. Para no ir tan lejos, hace muchos años era casi imposible encontrar un error en un medio impreso, mientras que en la actualidad es común ver no solo fallas ‘de dedo’, sino también de criterio, debidas, en parte, a la velocidad con que se trabaja y también al exceso de confianza en fuentes que no son siempre de fiar; como las redes sociales.
Gracias a internet –y sobre todo a la omnipresencia de plataformas como Facebook, WhatsApp o Twitter– ahora circula en el mundo más información que nunca; lo cual en principio tiene muchas ventajas, pero también conlleva muchos riesgos. La tecnología no solo ha cambiado de manera radical la forma como la gente consume noticias y opiniones, sino que le da al público la posibilidad de generar contenidos propios y de compartir sus puntos de vista. El problema está en el juicio y la responsabilidad con los cuales los medios recogen, procesan y distribuyen dichos contenidos.
En no pocos casos, algunos medios pecan al dejarse llevar por el 'hashtag' del día, en vez de plantear ellos mismos la agenda informativa, como ocurría antes de la invasión digital. En el otro extremo están aquellos que menosprecian el papel de los internautas y se desconectan por completo de una realidad que antes era virtual y que ahora es mucho más tangible.
El año pasado, con el porrazo del brexit en Gran Bretaña, la derrota del plebiscito por la paz en Colombia y el triunfo presidencial de Donald Trump en Estados Unidos, se produjo, quién lo puede negar, un punto de inflexión que pulverizó la influencia de los medios en la sociedad. En ambientes tan disímiles como el británico, el gringo o el colombiano, el factor común terminó siendo el escepticismo y la pifia de los medios –con analistas y encuestadores incluidos–, que iban por un lado mientras la realidad iba por otro muy diferente.
No nos digamos mentiras, lo que pasó en 2016 no fue sorpresivo ni repentino, sino que fue el producto de un socavamiento gradual pero constante de la confianza del público en los grandes medios y, desde luego, en los periodistas.
Al parecer, en este mundo de inmensas redes e hiperconectividad descontrolada, lo que funciona son las minirredes, en las cuales se riega como pólvora la información al menudeo, el titular efectista, el murmullo a gritos, el meme ingenioso o la foto oportuna, y no los grandes reportajes ni los análisis de fondo de antaño. Después de ver cómo Netflix encontró la fórmula para vender sus series, adaptándolas a los tiempos y al ritmo de sus clientes, ¿será que los medios van a tener que replantear sus esquemas de producción y diseminación de la información, para amoldarse a los hábitos e intereses de un público cada vez más esquivo y renuente a pagar por contenidos noticiosos?
Como si fuera poco, el otro gran desafío es aprender a medir la dosis adecuada entre lo que el público quiere saber y lo que debe saber; más allá de que toque transmitírselo en forma de trinos por Twitter o de videos por Facebook.
Y a esta asignatura toca sumarle el reto de convencer a la gente de que pague por algo que cree que debe ser gratuito. Pequeño detalle.
Vladdo .
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