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La edad es lo de menos

Si la emergencia no hace distinciones en su ataque, es inane decretar la edad como factor de riesgo.

Ante la imposibilidad de escribir algo inédito sobre la ferocidad de la pandemia en sí misma a lo largo, ancho y hondo del planeta (origen, naturaleza, alcance, duración, reflujo), y más bien confundido ante tanta información contradictoria emanada minuto a minuto de gobernantes, científicos, estadísticos, economistas y salubristas (amén de adivinos, magos, chisgarabises y corruptos que les roban el pan a los más desvalidos), estimo útiles unos minutos para reflexionar sobre por qué razón nadie ha podido determinar, exactamente contado desde que nacimos, el número de años a partir del cual dejamos de ser jóvenes para ser llamados viejos y, a poco andar, ‘viejitos’.
Se trata, ya se sabe, de una controversia estéril que nunca ha llevado ni llevará a ninguna parte. Pero sí resulta a propósito para estos días de postergado confinamiento casi a cal y canto en la vivienda: en apariencia, por cumplir órdenes de autoridad competente que nos coartan derechos fundamentales; pero en realidad, dicho sea, bajo la gravedad del juramento, porque nos invade el terror de que –al menor descuido, impertinencia o gesto inadecuado por omitir consejos reiterados hasta el cansancio– el virus empiece a borrarnos del mapa sin preguntarnos la edad o acabe ‘de una’ con este remanso hogareño, dosificado de paz y amor, provisto de modestas delicias en la mesa y hasta enredado fregando ‘chismes’ en la cocina, requisito insoslayable para luego entregarse tranquilo a la siesta, la nostalgia y el olvido.
Así que para zanjar de entrada las obvias contradicciones existentes al momento de establecer la edad entre jóvenes, viejos y ‘viejitos’, yo diría que lo indicado es que cada quien asuma como propia aquella con la cual se sienta a gusto y la disfrute por el tiempo que le vaya mejor mientras entienda (si es que entiende) que ya llegó a la siguiente y que debe comportarse en consecuencia. Porque si, como se ve a diario y por doquiera, el que llegado a cuarentón insiste en seguir quinceañero, eso no le incumbe a nadie ni a nadie autoriza para enrostrarle el ridículo a quien, en legítimo ejercicio de sus libertades individuales, quiere continuar siéndoles fiel a los osos.
Claro que en cuanto gravísima, totalmente inesperada y desconocida, amén de imposible de eliminar (por ahora) o al menos de retardarla en el tiempo, la pandemia exige de quienes comandan a todos los pueblos del mundo divulgar normativas de defensa inmediatas y eficaces, ipso facto acatadas por los ciudadanos. Pero otra cosa es darle largada a una garrotera ‘legislativa’ entre iguales y sobre puntos tan sensibles como la edad requerida en los niños para salir al parque, en los jóvenes para trotar en la calle, en los viejos para ir a comprar tomates o en los ‘viejitos’ para recibir ¡un rayo de sol!, acompañados y en la puerta de su encierro obligado.
Si esta terrible emergencia, que amenaza letalmente a todos los seres humanos, no hace distinciones en su ataque mortífero, es notoriamente inane ‘decretar’ la edad (10, 18, 60, 70 años) como creciente factor de riesgo. Y si, evidentemente, entre nosotros los mayores de 70 hay muchos ‘viejitos’ requeridos de cuidado preferencial, con necesidades sin cuento y a riesgo de hambre, ellos no piden conmiseración ni lástima, vengan de donde vinieren y mucho menos de fuente oficial.
Requieren, sí, del Estado, una política asistencialista que les garantice pensión y aún más larga vida en guarda de su dignidad y para gozar sus preferencias por largo tiempo esquivas: música, libros, charla y otras bellas experiencias de grata cabida en una cabeza calva, parda o blanca.
Víctor Manuel Ruiz
vimaruiz@hotmail.com
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