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Ruido y furia

No hay día en que uno entre a una red social y no se encuentre con una reyerta entre dos bandos.

Thierry Ways
¿En qué momento redujimos la cosa pública, la res publica de la que hablaban los romanos, a una pelea de niños en la hora del recreo, a una escaramuza de tuits y memes arrojados como proyectiles sobre la gallada contraria?
Viví de cerca el despegue de la web y el internet en los años noventa, y recuerdo la emoción de aquellos primeros amaneceres sobre la aldea global. Más que tecnológico, el entusiasmo que sentíamos era político y cultural. Por medio de las redes electrónicas, creíamos entonces, la democracia alcanzaría su culmen. Todas las personas, hasta en las regiones más periféricas y olvidadas, podrían participar en los grandes debates de la sociedad. La voz de las minorías finalmente sería escuchada. Las masas, adormecidas por la cultura del entretenimiento y las opiáceas consolaciones del consumismo, despertarían. Grandes transformaciones se avecinaban.
Pero algo salió mal. Un cuarto de siglo después, las masas y las minorías están conectadas a la red, como anticipábamos. Pero no hemos usado la red para despertar políticamente, sino para entregarnos a nuevas formas de entretenimiento, tan cloroformizantes como las anteriores. Hubo –sí– indicios iniciales de que la red permitiría a ciudadanos organizarse de formas nuevas y eficientes, lo que ha propiciado algunas transformaciones sociales. Pero su impacto más notorio, al día de hoy, ha sido convertir el debate público en una ruidosa guerra de comida entre críos maleducados.

Cuando veo las batallas de etiquetas en redes sociales, pienso en vociferaciones tribales de guerreros primitivos, de cara pintada, lanza y taparrabo.

No hay día en que uno entre a una red social como Twitter y no se encuentre con una reyerta entre dos bandos. El enfrentamiento comienza cuando alguien, o algún colectivo, decide crear una etiqueta (o hashtag, en inglés) para defender una causa o persona, o para atacarla. Si la causa es, digamos, la reivindicación del pirulí, los del partido del pirulí enarbolarán espadas como #SíAlPirulí, #LeCreoAlPirulí y #JeSuisPirulí. Acto seguido, y sin falta, el bando opuesto responderá con el antihashtag o la contraetiqueta correspondiente: #AbajoElPirulí, #NoAlPirulí, #ElPirulíMiente, etc. Mientras tanto, uno, que intenta portarse como un adulto en este mundo infantilizado y a quien, por demás, el pirulí le importa un comino, tiene que soportar el desconsolador espectáculo.
No he logrado entender cuál es el propósito de estos ejercicios bélico-infantiles. ¿Ganar la batalla de los hash-tags? ¿Tener el mayor número de likes o retuits? Y si de eso es de lo que se trata, pregunto: ¿para qué? Ojalá algún experto en estrategia política me lo explicara. ¿De qué sirve ganar la guerra de las etiquetas? ¿Qué se logra con eso? ¿Acaso convencemos a alguien de cambiar de opinión? ¿O es mera vanidad y engreimiento, como una modalidad virtual, posmoderna y descentralizada de medirse el pipí? Y, sobre todo, ¿cómo se traducen los ‘me gusta’ y los retuits en cambio social verdadero, sobre el terreno, entre seres humanos de carne y hueso?
Si no nos extinguimos antes, los historiadores del futuro dirán que la civilización moderna se fue al traste el día en que convertimos el debate público en un intercambio masturbatorio de trinos, memes y hashtags. Cuando veo las batallas de etiquetas en redes sociales, pienso en vociferaciones tribales de guerreros primitivos, de cara pintada, lanza y taparrabo. Imagino gorilas enfurecidos, rugiendo y batiéndose el pecho. Recuerdo a los zombis descerebrados de George Romero en La noche de los muertos vivientes, ese hito del cine de terror que cumplió 50 años este lunes. Pienso, como dije, en niños malcriados. Lo único que no veo es un debate productivo entre adultos maduros sobre temas importantes para la comunidad. Veo, recordando a Macbeth, un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada.
THIERRY WAYS
tde@thierryw.net
Thierry Ways
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