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Populismos

Vemos en Suramérica las crisis de dos sociedades distintas, pero asemejadas por la demagogia.

Thierry Ways
Procuro no emplear mucho la palabra ‘populismo’, pues ha adquirido un sentido casi exclusivamente peyorativo que no comparto. Todo político, si ha de ser exitoso, tiene que tener algo de atractivo popular. Debe haber maneras de usarlo para el bien de la sociedad.
Entre nosotros, sin embargo, las modalidades positivas del populismo son prácticamente desconocidas. Los populismos latinoamericanos, por lo general, han sido aventuras sin rumbo, a las que, si se cuenta con suerte, un día se les acaba la gasolina y hay que dejarlas tiradas como un carro inservible a la orilla de la carretera. Y seguir a pie. Cuando no hay suerte, es la carretera la que se acaba, y el carro, con sus pasajeros adentro, se enfrenta al abismo.
Por estos días estamos viendo, en los dos extremos de Suramérica, las crisis de dos sociedades distintas, pero asemejadas por la demagogia. Me refiero a la bancarrota que el populismo kirchnerista le legó a Argentina. Y al pozo seco en el que el populismo chavista convirtió a Venezuela.
Los inicios de las crisis fueron casi opuestos. Los Kirchner recibieron una Argentina ya en cuidados intensivos y, en lugar de esperar a que el paciente se recuperara, se lo llevaron de farra. Chávez, en cambio, heredó la que fuera la economía más rica del continente y la arruinó a punta de soflamas y joropos. A pesar de las diferencias, acabaron pareciéndose en muchas cosas: en el acorralamiento de la economía, en la asfixia del sector privado, en el impago de deudas, en la desaparición de las estadísticas oficiales y en las tasas de cambio sostenidas por conjuros de hechicería.
También en la ampulosa oratoria de sus líderes. En la apelación al nacionalismo imbécil en cada parrafada de cada discurso. Nunca ese vocablo, ‘patria’, fue tan manoseado y percudido como en manos de estos señores y señora.

El populismo, como lo hemos practicado aquí, es sencillo: consiste, llanamente, en mentir. El populista no es más que un timador, un estafador, un embustero.

Ha sido más dramático, por supuesto, el desenlace del caso venezolano. Habiéndose ganado ya la categoría de catastrófico, hoy hace méritos para ganarse la de apocalíptico. Basta ver las centrales eléctricas en llamas, los hospitales sin agua y la migración bíblica de centenares de miles de personas huyendo del hambre y de la inflación, cuyo porcentaje se calcula ya en millones y millonas.
El populismo, como lo hemos practicado aquí, es sencillo: consiste, llanamente, en mentir. El populista no es más que un timador, un estafador, un embustero. Compra votos, primero con promesas y luego con prebendas, mientras dure la plata. El único factor mitigante que puede alegarse en su defensa, si cabe, es que el populista a lo mejor se cree sus propias mentiras. En cuyo caso, además de mentiroso, es idiota.
En Argentina, el presidente Macri está intentando darle un timonazo al vehículo antes de que el motor envenenado los lleve al despeñadero. Para contener la crisis fiscal, ha anunciado recortes de gastos, aumentos de impuestos y la eliminación de varios ministerios. Todo eso hará de él un presidente muy impopular –justamente lo contrario del populista–, pero al menos le da a su nación la posibilidad de recuperarse. En cambio, su homólogo, Nicolás Maduro, parece empeñado en demostrarnos que aún no hemos visto el alcance completo de sus habilidades para despedazar un país. Perdón, una patria. Como dice una vieja broma: tocó fondo, pero sigue cavando.
A los colombianos las crisis de nuestros vecinos deberían servirnos como historias cautelares. Sobre todo ahora que se vienen tiempos duros: el gobierno anterior dejó un hueco de 25 billones en el presupuesto y no hay margen propicio para seguirnos endeudando. Políticos de todas las vertientes querrán explotar la tentación populista de seguir prometiendo y gastando y que paguen otros. Sin mencionar que esos otros somos, siempre, nosotros mismos.
THIERRY WAYS
tde@thierryw.net
Thierry Ways
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