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La era del posconsenso

Hoy, hasta el duelo se ha adaptado al atropellado ritmo de la modernidad.

Thierry Ways
Algo particular que me entristece del fallecimiento de personajes de la televisión como Jota Mario Valencia es que mueran en una época en la que la televisión ocupa un papel muy distinto en nuestras vidas al que ellos ayudaron a construir. No es que ya no veamos programas o series –quizá los veamos más que antes–, sino que la audiencia se ha dispersado y, por tanto, la televisión a la antigua, poderosa y centralizada, ya no existe. Jota Mario fue una presencia querida y cotidiana en las pantallas de millones de colombianos; en otros tiempos, la atención nacional se habría volcado sobre esas mismas pantallas para seguir el cubrimiento de su deceso. Pero estos no son esos tiempos.
No es que sienta nostalgia de aquellas épocas; por el contrario, prefiero mil veces la variedad de voces y fuentes de información de las que disponemos hoy, así las redes sociales a menudo degeneren en una cháchara monocorde y pendenciera. Es que recuerdo cuando la muerte de una estrella era motivo de duelo público cuasigeneral, cosa que, sospecho, no será más nunca posible.
Hace 30 años había solo dos canales nacionales de TV, que nos decían qué pensar y qué sentir, y eso, para bien y para mal, nos congregaba a todos alrededor de una agenda común. El acontecer nacional era el que registraban la radio, los periódicos y las tres emisiones de los telediarios: la de las 12:30 p. m., la de las 7 p. m. y la de las 9:30 p. m. Tres veces al día sonaban esas campanas, que llamaban a los parroquianos a enterarse de lo que había sucedido en el pueblo.

Lo bueno de todo esto es que los grandes medios tienen menos poder que antes para manipularnos (aunque ese poder no desapareció: pasó a manos de los creadores de algoritmos ... )

Hoy, cada quien anda en lo suyo: en Facebook, en Netflix, en Instagram, en YouTube, en su pequeña burbuja de ‘contenido’ individualizado. La noción de una agenda común pertenece al pasado. Esa fragmentación de la audiencia es bienvenida, pues con ella se expresa una mayor diversidad de intereses que antes, pero hace casi imposible generar grandes consensos nacionales alrededor de alguna causa: el luto, la solidaridad, el bien común, etc. A veces nos une transitoriamente la indignación, la burla o la histeria frente a algún meme o noticia –con frecuencia falsa– que se ha vuelto viral. Pero esas reacciones viscerales nos hermanan en cuanto mamíferos, no en cuanto ciudadanos. No sirven para tejer el gran relato compartido que nos está haciendo falta para, entre otras cosas, ayudarnos a reencontrar el camino tras alguno de nuestros frecuentes extravíos. Pienso en García Márquez, en lo improbable que sería hoy que el país (cualquier país) fuera despertado un día por “una tierna brisa de muerto grande”, como cuando expira el patriarca de su novela. Todos estaríamos demasiado concentrados en nuestras pantallas para sentirla.
Y aun si ocasionalmente se produce un consenso amplio en respuesta a algún suceso –como ocurrió hace poco con el incendio de Notre-Dame–, la velocidad de la información en las redes hace que a las 24 o, máximo, 48 horas ya hayamos pasado a otra cosa. Vuelvo al ejemplo de Jota Mario: hace 30 años, el deceso de alguien de su popularidad habría ocupado por una semana o más las páginas de los diarios. Las familias se habrían reunido a ver especiales de TV sobre su vida. Hoy, hasta el duelo se ha adaptado al atropellado ritmo de la modernidad.
Lo bueno de todo esto es que los grandes medios tienen menos poder que antes para manipularnos (aunque ese poder no desapareció: pasó a manos de los creadores de algoritmos, que nos seducen con paisajes informativos a la medida de nuestros prejuicios). Lo malo es que la fragmentación de audiencias –el progresivo ensimismamiento de la ciudadanía– hace más difícil que nunca la construcción del ‘gran pacto nacional’ que busca el presidente Duque, o del ‘acuerdo sobre lo fundamental’ con que soñaba Álvaro Gómez Hurtado.
@tways / tde@thierryw.net
Thierry Ways
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