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Bolsillos pelados

El Gobierno deberá enfrentar un periodo de estrés económico sin precedentes en la historia reciente.

Thierry Ways
Las protestas de los estudiantes de los Andes y la Javeriana por el aumento de la matrícula son una alerta temprana. Un canario en la mina, como dicen los anglosajones. Los mineros los llevaban consigo para que les advirtieran de riesgos de envenenamiento. El ave, más sensible que los humanos, estiraba diligentemente la pata si había una concentración de gases peligrosos en la excavación, delatando así la toxicidad latente.
El veneno que hoy nos ocupa es el innoble gas de la inflación. Que sube y se expande y, mal manejado, puede intoxicarnos a todos.
Parte del fenómeno, ya lo sabemos, escapa a nuestro control. Tiene causas externas, como los coletazos del covid en la cadena de suministro, las ramificaciones de la invasión rusa a Ucrania y la política monetaria expansiva que muchos países aplicaron para enfrentar la pandemia. El duro régimen de lluvias que estamos padeciendo le pega también al costo de la producción agrícola.
Pero otra parte sí es de cuño local. El precio del dólar –que encarece la ropa, la tecnología, los alimentos y demás– ha subido en Colombia más que en otros países de la región. Su impulso obedece no solo a la coyuntura internacional, sino a los pronunciamientos del Presidente y una de sus ministras sobre el futuro de la industria extractiva del país. Como si fuera poco, el bosquejo de reforma pensional que se conoció esta semana sembró renovadas dudas entre los analistas sobre nuestro futuro macroeconómico, lo que se contagia también al costo de la divisa.
Si el dólar sigue así de alto –o peor, si sigue subiendo–, el servicio de la deuda externa reducirá los recursos disponibles del Gobierno para atender las necesidades de los colombianos y crear nuevos programas sociales.
Pero la inflación no es solo el dólar. Sumémosle a lo anterior que poco o nada se ha hecho para enfrentar los desbocados incrementos de la tarifa eléctrica en el Caribe colombiano. Y que un Congreso arrodillado aprobó una desatinada sobretasa a los alimentos ‘ultraprocesados’, que encarecerá lo que come la gente justo cuando los alimentos están más caros que nunca. No hay que ser pitonisa para adivinar que se asoma un periodo de estrés económico sin precedentes en la historia reciente del país.
En enero, cuando suba el salario mínimo y entren a regir los nuevos impuestos, se producirá una cascada de aumentos que dejará a los más vulnerables, y no solo a ellos, con los bolsillos pelados.
Una medida dolorosa pero necesaria es que el incremento del mínimo se ciña lo más posible a la inflación, como explicó Sergio Clavijo en estas páginas. Lo contrario sería tratar de apagar el incendio de la carestía arrojándole un balde de gasolina. Pero la propensión del Gobierno a los anuncios demagógicos, sumada a las simpatías sindicales de su ministra del Trabajo, da pie para suponer que la estrategia de aplacar el fuego con combustible será la preferida. De otra manera no se entiende que la ministra haya llegado a sugerir la imprudencia del control de precios como alternativa para frenar la inflación, antes que medidas más ortodoxas.
Ya el Presidente ha dado a entender que no le hacen ascos ideas como los controles cambiarios o la restricción de exportaciones (para el caso del ganado bovino). Son señales de que estamos dispuestos a considerar cuanta extravagancia argentinizante exista en la caja de herramientas de la izquierda latinoamericana, con las consecuencias que ello pueda traer.
Está bien que la Administración se preocupe por salvar al planeta de la extinción, pero sería bueno que comenzara a preocuparse también por salvar el poder adquisitivo de los colombianos de una extinción más inminente. El premonitorio trinar de los canarios andinos y javerianos será en pocos meses un lamento general.
THIERRY WAYS
En Twitter: @tways
tde@thierryw.net
Thierry Ways
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