La concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan ha turbado a muchos, porque abre las puertas a los cantantes de música popular. Ya se habían roto los cánones tradicionales el año pasado al premiarse a la periodista Svetlana Alexiévich, lo cual asombró también a no pocos, y reconocerse al periodismo como género literario. No se galardonaba una obra de ficción.
Y ahora, las canciones. ¿Por qué un músico, un cantante pop, un roquero? Es como si el olimpo de los dioses de la literatura se rompiera a pedazos ante una profanación semejante. Pero la decisión no es el fruto de un capricho ni de una provocación. La secretaria permanente de la Academia, Sara Danius, al anunciar el premio declaró algo que me parece fundamental: “Si miramos miles de años hacia atrás, descubrimos a Homero y a Safo. Escribieron textos poéticos hechos para ser escuchados e interpretados con instrumentos. Sucede lo mismo con Bob Dylan. Puede y debe ser leído”.
Tampoco improvisa cuando dice que “Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante, un creador que ha mezclado la música popular del blues del Delta y el folclor de los Apalaches con el simbolismo de Rimbaud, además de reinventarse de forma continua y construir una nueva identidad”. Para muchos es una forma desconcertante de distinguir a la literatura de Estados Unidos, ausente de los premios Nobel desde la extraordinaria novelista Toni Morrison, galardonada en 1993.
Y para que quedemos aún más claros sobre la seriedad de esta decisión, otro de los académicos, Per Watsberg, afirma que Dylan es “probablemente el más grande poeta vivo”. Y estamos hablando de la misma entidad que en los últimos 30 años ha puesto en su lista de premiados a Joseph Brodsky, Octavio Paz, Derek Walcott, Seamus Heaney y Wisława Szymborska.
Ciertamente, la poesía, en sus orígenes, fue cantada en los atrios, en las plazas y en los mercados, y sus versos relataban historias de héroes y dioses, viajes, batallas, amores y tragedias. Salman Rushdie, que permanece con justicia en las quinielas del Premio Nobel, dice que Bob Dylan “encarna la condición del aeda, esa figura fundamental de la cultura antigua griega que fundía en su persona poesía, música, baile, canto, teatro, artes plásticas”.
Por siglos, la poesía siguió siendo cantada, un cantor acompañándose de un instrumento de cuerdas, y por eso tiene un metro, un ritmo, una cadencia. Los bardos, juglares, trovadores, son los poetas errantes que seguirán cantando la poesía, creándola y recreándola. No tenían enfrente un micrófono ni sus canciones se grababan en discos, pero quienes los escuchaban guardaban en la memoria letra y melodía y podían recordarlas y repetirlas. Música y poesía. Volvemos a lo mismo cuando oímos a Paco Ibáñez, a Joan Manuel Serrat o a Amancio Prada: cantar a los poetas que leemos a solas.
Y es aquí adonde quería llegar. Aunque con ruidos disonantes, las puertas de la legitimidad poética se abren con esta decisión a la poesía popular cantada en todos los idiomas. Las letras de las canciones que lo merezcan empezarán a entrar en las antologías de poesía, como debe ser. El Premio Nobel para Bob Dylan ayudará a borrar ese doble rasero que hipócritamente hemos inventado, el de exaltar la poesía escrita y despreciar la poesía cantada, tangos, boleros y baladas, aunque nos conmueva y lloremos al oírla.
Ya Jorge Luis Borges nos había enseñado que no debe ser así. Escribió letras de milongas a las que Astor Piazzola puso la música. Hay poesías de Rubén Darío que pueden ser cantadas como tangos, o como boleros, pues tienen la medida justa para eso.
En adelante debemos hablar de las poesías de José Alfredo Jiménez y de Alfredo Le Pera, de Homero Expósito y Álvaro Carrillo. Es un largo viaje a través de los milenios, de la cítara a la guitarra. Por primera vez, un rapsoda recibirá el Premio Nobel con la guitarra en bandolera.
Sergio Ramírezwww.sergioramirez.com