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Personajes fuera de los libros

La literatura está para convertir hechos en historias donde encarnen esos personajes.

Sergio Ramírez
En un reciente taller de creación literaria, uno de mis alumnos planteaba la pregunta siempre constante de la importancia, o necesidad, de la escritura y de los escritores, en un mundo en crisis, como si la magnitud de esa crisis volviera banal el acto de escribir.
Mi repuesta a este joven aspirante a escritor, que cuestiona la utilidad de su propio oficio, fue que, precisamente, los fenómenos sociales son el caldo de cultivo de la literatura, en la medida en que nos someten a lo fortuito. Cuando dejamos de mirar el todo, y entramos en las vidas de los individuos, es que surge la literatura.
Por tanto, la literatura no es prescindible, como algo que se puede abandonar, porque la colocamos en un platillo de la balanza, y en el otro ponemos todo el peso desalentador de las crisis sociales. La literatura está para convertir esos hechos en historias donde encarnen personajes capaces de salirse de las páginas de los libros.
Los arquetipos literarios, sujetos reales en el mundo real, pasan a ser un punto de referencia común porque son capaces de representar nuestras propias percepciones del mundo, y se vuelven una síntesis de lo que en determinado momento no podemos expresar de otra manera. Arquetipos aun para quienes nunca han leído los libros de donde salieron.
Ulises es un nombre común aún para los que nunca han leído la Odisea, y cuando queremos significar todo lo que es difícil, o azaroso, decimos simplemente que es una odisea. ¿Y la guerra de Troya? Los grandes fracasos, las grandes derrotas son siempre Troya incendiada y desolada. Aquí fue Troya.
Homero es el gran dispensador de arquetipos, y aun de nombres de pila. En mi infancia, su elenco completo andaba por las calles de Masatepe, panaderos, agricultores o albañiles, jugadores empedernidos de gallos, bordadoras y costureras, y maestras de escuela: Héctor, Ulises, Telémaco, Aquiles, Ifigenia, Casandra, y una Helena que de verdad era bella. Era un pueblo homérico.
Pero el personaje que ha sabido ganar más realidad fuera de la página escrita es, por supuesto, don Quijote. Si una agencia de viajes anunciara en un tour guiado por La Mancha una visita a su tumba, donde descansa al lado de Sancho, ningún turista lo creería una tomadura de pelo.
Y tampoco es necesario haber leído a Cervantes para creer en la existencia real de estos dos personajes que han llegado a representar los dos polos entre los cuales siempre creemos movernos, idealismo y materialismo, o, si se quiere, locura frente a cordura; y es por eso que ambos son tan populares, porque se los suele contraponer en la vida común, y es de allí de donde resulta lo quijotesco.
Quijote se vuelve quien quiera alcanzar lo que no es posible, y lejos de tener un sentido real de la vida, que quiere decir tener un sentido práctico, termina convirtiéndose en un bueno para nada. Un quijote al que se termina viendo con ojos de desdén, o de misericordia.
Mefistófeles no sería tan popular si no hubiera pasado por las páginas del doctor Fausto. El diablo que nos tienta con librarnos de la pobreza y de la vejez es mucho más conocido entre quienes nunca han leído a Goethe que el propio sabio alquimista dispuesto a entregar su alma. No todo el mundo dice faustiano, como dice homérico, o quijotesco. O donjuanesco.
Don Juan, el mujeriego dueño de todos los excesos y de todas las alcobas, que desafía altanero a la muerte y a los muertos, es más popular que el autor, o los autores, que lo inventaron, porque ha sido inventado en el alma de cada quien. Y popular, sin duda, la Celestina, en la vida y en la lengua de todos los días.
Pero a cuántos que ni siquiera saben de la existencia de Kafka, ni menos lo han leído, he oído decir kafkiano cuando se ven atrapados en situaciones que no comprenden, o cuando son víctimas de lo absurdo a que el destino los somete. O de la burocracia, o del poder, que son formas del destino.
Sergio Ramírez
www.sergioramirez.com
Sergio Ramírez
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