Mientras leía sobre el desborde de júbilo en la Pequeña Habana y el duelo en sectores de La Habana vieja por la muerte de Fidel Castro, recordé un texto de Jorge Luis Borges, 'Tema del traidor y el héroe'. La historia de Borges narra el dilema de un hombre que cuando descubre que el entrañable jefe de la revolución es un traidor a la causa tiene que idear cómo lidiar con el problema. La solución se la da Shakespeare y “en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln”, matan de un balazo en el pecho al idolatrado héroe sin tener que delatar su traición.
En realidad, la analogía entre la historia de Fidel y la de Fergus Kilpatrick solo se aplica por la dicotomía que presenta la vida de Fidel Castro: el héroe revolucionario que se convirtió en dictador; el liberador que esclavizó al pueblo que rescató; el hombre al que se le aplican los dos adjetivos: traidor y héroe.
También pienso que las circunstancias de su muerte disminuyen su “heroicidad”. Fidel no murió defendiendo sus ideales en el campo de batalla como, por ejemplo, Ernesto Che Guevara. Su imagen en el lecho de muerte, si es que se publica, será la de un anciano disminuido y obsoleto. Carecerá del glamur de la fotografía que muestra el cadáver del Che rodeado de militares bolivianos y que recuerda a El Cristo muerto, de Andrea Mantegna. En cierto sentido, pienso que haber vivido tanto tiempo desdibujó su perfil de revolucionario, de líder de una izquierda latinoamericana combatiente, del David cubano desafiando al Goliat estadounidense.
En 1953, preso después del ataque al cuartel Moncada, Fidel hizo un largo alegato legal en que defendía el derecho de los pueblos a tomar las armas para derrocar al tirano, pero no pidió que se lo dejara en libertad sino que se lo enviara a la prisión en isla de Pinos con sus compañeros de armas, y terminó con las palabras que se convertirían en su signo de identidad: “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.
Hoy, la pregunta sigue siendo si la historia lo absolverá. Para la izquierda antidemocrática la respuesta es sí. Según el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, “murió ayer el más grande de todos los latinoamericanos..., mi amigo y compañero Fidel Castro Ruz”. ¿Tan empequeñecido está su mundo? Y según Evo Morales, “ya no veremos a Fidel físicamente, pero sus ideas siguen vivas en la lucha de los pueblos del mundo”. ¿En verdad piensa que en el siglo 21 habrá fidelistas? La condolencia del canadiense Pierre Trudeau fue lamentable: “Fue un hombre de enorme estatura que sirvió a su pueblo por casi medio siglo”. ¿Alguien que se eterniza en el poder por casi medio siglo es un servidor público o un dictador?
Afortunadamente, no han faltado voces como la del escritor Mario Vargas Llosa: “La historia hará un balance de estos 55 años que acaban ahora con la muerte del dictador cubano. Él dijo que la historia lo absolverá. Y yo estoy seguro de que a Fidel no lo absolverá la historia”. O la de la novelista brasileña Nélida Piñón: Fidel “impuso el terror, persiguió a los gais, llenó las prisiones... fue un constructor de utopías, de sueños. Pero hace mucho que esa historia suya se terminó. Eso les pasa a todos los héroes: no resisten a su propio heroísmo”.
“La historia –me dice Michael Shifter, presidente del Diálogo Interamericano– será mucho más amable con el desafío que planteó a Estados Unidos que con su largo gobierno de un solo hombre en Cuba, y su obstinada adhesión a un modelo económico que simplemente no funciona. Sabemos que Fidel no estaba entusiasmado con la apertura y la normalización de relaciones con EE. UU., pero con su muerte esperamos que la resistencia a este proceso, esencial para el bienestar económico del país, se debilite poco a poco”.
Sergio Muñoz Bata
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