El presidente francés Georges Pompidou compendiaba los instrumentos tradicionales de la política exterior de un país en dos imperativos: los ejércitos y la riqueza; Barack Obama se ha esforzado por evitar el uso del poderío militar estadounidense y privilegiar la diplomacia como el instrumento ideal para resolver conflictos.
Obama no tiene magníficas victorias como la de Franklin Delano Roosevelt, ni desastres imperdonables como los de George W. Bush en política exterior, pero siempre buscó la negociación razonable y el multilateralismo.
No terminó las guerras heredadas; pero, redujo el número de soldados estadounidenses en Irak y en Afganistán. El asesinato de Osama bin Laden le valió serias críticas y grandes elogios, al igual que su empleo de drones para matar terroristas en vez de capturarlos y someterlos a juicio, y también porque los drones no distinguen entre los terroristas y los civiles. No pudo cerrar la prisión en Guantánamo por culpa del Congreso republicano, pero sí liberó a la mayoría de los 779 presos que nunca fueron acusados de nada, y proscribió la tortura.
Privilegiando soluciones multilaterales en temas de política exterior, sin recurrir a la violencia, Obama y otros cinco países negociaron un acuerdo para limitar el programa nuclear iraní a cambio de levantarle las sanciones internacionales. Irán se comprometió a reducirlo, a permitir su vigilancia, a deshacerse de la mayor parte de sus reservas de uranio y a hacer uso “exclusivamente pacífico” de la energía nuclear. También fue multilateral el acuerdo para limitar el aumento de temperatura del planeta firmado este año en París por 195 países. Y su decisión de restablecer relaciones diplomáticas con Cuba le puso fin a un anacronismo que se había prolongado por más de medio siglo.
Sus críticos le reprochan que se ha debatido entre la acción y la inacción. En Ucrania, donde la amenaza rusa es clara y peligrosa, dicen que su apoyo al Gobierno legítimo ha sido muy tibio. En Libia, el reclamo es no haber encabezado la lucha contra el dictador Muamar Gadafi; lo acusan, además, de no saber qué hacer con el avispero en el Oriente Próximo. El conflicto sirio ha sido su calvario y, según sus críticos, un viacrucis que él mismo construyó al no cumplir su ultimátum al dictador Bashar al Asad, y por haber apoyado a los rebeldes sin convicción y con desconfianza.
Obama ha respondido que en compañía de sus asesores militares revisó todas sus opciones y concluyó que una invasión militar no resolvería el conflicto, sino que lo agravaría. Ordenar una invasión armada a un país que no solicita su ayuda, sin contar con un mandato de ley internacional, sin apoyo del Congreso y con tropas estadounidenses todavía en Irak y Afganistán, para instalar en el gobierno a una oposición fragmentada y a todas luces incapaz habría sido irresponsable.
Quienes no han aprendido las lecciones de la historia y se autonombran “idealistas” siguen diciendo que Estados Unidos en tanto que nación “indispensable” tiene la obligación moral de intervenir militarmente donde haya violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, el postulado es absurdo, pues una cosa es criticar fuerte y con autoridad a los países que los violan y otra muy distinta, invadirlos militarmente. El lamento es, además, hipócrita porque tradicionalmente Estados Unidos siempre ha apoyado a las dictaduras violadoras de derechos humanos que le son útiles. Un realista como Obama reconoce que el poderío militar estadounidense es limitado y que las intervenciones militares no solucionan los problemas, sino que los agravan.
Para mí no cabe duda de que en política exterior el juicio de la historia favorecerá a Obama por su serenidad, su apego a la ley y por su defensa racional del interés nacional.
Sergio Muñoz Bata
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