Cuando fue asesinada Yuliana Samboní nos preguntamos cuál sería el siguiente crimen en sacudirnos, pues, aunque el índice de criminalidad sigue en descenso desde el 2002, aún vivimos de crimen en crimen, sin que se logre poner remedio definitivo a la situación.
Y el que nos conmovió la semana anterior fue el homicidio de Leonardo Licht a manos de Wilson Monroy, puesto que todo lo que rodea este crimen es indignante. Por una parte, Leonardo solo hacía su trabajo en una estación de TransMilenio, entre cuyas funciones estaba la de impedir el ingreso de colados. Por otra, el asesino –nada de ‘presunto’– estaba en libertad a pesar de un intento de homicidio cometido días atrás porque a un juez, como es habitual, le pareció que no era un peligro para la sociedad.
Si a cualquier colombiano se le pregunta cómo debería combatirse el delito, lo más probable es que reclame mano dura; es decir, penas efectivas de prisión que sean proporcionales al delito cometido, y cero beneficios judiciales. Eso sí, en reclusorios dignos. Pero si se les pregunta lo mismo a los autodenominados ‘expertos’, salen a relucir las nuevas doctrinas que excluyen el presidio: que la cárcel no resocializa, que la justicia no debe implicar castigos reivindicativos como el encierro, o que la prisión no disuade a los criminales de cometer delitos.
Por el contrario, la mayoría de los colombianos seguimos convencidos de que el único disuasor efectivo es la cárcel, pues la libertad de decidir qué hacer con el tiempo que se tiene es algo que nadie quiere perder.
Sin embargo, los delincuentes actúan a sus anchas, a sabiendas de que la posibilidad de que sus huesos se pudran en la cárcel es remota. La Policía captura y el juez libera, sobre todo por el disparatado asunto de la flagrancia; abundan los ladrones que han sido capturados 20 o 30 veces y que se ríen de la impotencia de las autoridades, los menores delinquen sin freno y le enrostran su condición de inimputables a la sociedad, peligrosos delincuentes reciben el beneficio de la casa por cárcel con necios pretextos, como supuestos problemas de salud o ser ‘cabezas de familia’; se dejan vencer los términos procesales y ni siquiera se les cobran las multas a los condenados: según la Contraloría, la Judicatura dejó perder 6,6 billones de pesos y tiene otros 4,4 billones a punto de prescribir.
Todo esto es producto de una alocada política judicial que invita al delito y hace del país tierra fértil para la criminalidad. Dice el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, que el Gobierno pretende aumentar las rebajas de penas por trabajo y estudio de dos días de trabajo o estudio por uno de redención a tres por dos. O sea, se pasaría de redimir una tercera parte de la pena a dos quintos de esta. Si a un condenado a 20 años le reducían seis años y medio, con la reforma serán ocho, con el agravante de que cualquier cosa se homologa como trabajo o estudio, esa redención no se le niega a nadie.
Y el garantismo judicial imperante es absurdo y desmedido. A Jonathan Vega, el agresor de Natalia Ponce, lo condenaron en septiembre pasado a 21 años y 10 meses de cárcel a pesar de que la ley que lleva el nombre de su víctima contempla penas “desde los 30 hasta los 50 años cuando la agresión se cometa contra una mujer o contra un menor de edad”. Y hace apenas unos días ganó una apelación y le rebajaron dos años de condena. Como en piñata.
¿Cómo vamos a derrotar la corrupción si estos bandidos terminan pagando penas ridículas en mansiones o en clínicas mientras el dinero esquilmado engorda en paraísos fiscales? Necesitamos más cárceles, que es donde deben estar los bandidos. Sin justicia real, la paz es una quimera.
Saúl Hernández Bolívar
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