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Somos primera línea

¿Cuántas vidas se habrían salvado si, hace años, las élites se hubieran dignado escuchar al pueblo?

Sara Tufano
Colombia estalló el pasado 28 de abril. La gota que rebosó la copa fue la reforma tributaria, pero esta fue tan solo la manifestación de algo mucho más profundo: el agotamiento del modelo neoliberal y la pérdida de hegemonía del proyecto político uribista. Esto, sumado al mal manejo de la pandemia, ha convertido a Colombia en un país terriblemente desigual y al gobierno Duque en un gobierno con muy poca legitimidad.
Al cumplir su primer año, la popularidad de Duque ya se había desplomado. Mientras algunos analistas políticos lo calificaban como un presidente “sin rumbo”, muchos siempre supimos cuál era su norte: hacer trizas el acuerdo de paz. Esta expresión significaba intentar reformar el sistema de justicia transicional pactado en el proceso de paz de La Habana y no tomar medidas suficientes para garantizar la vida de los excombatientes de las Farc. Casi tres años después, el uribismo no ha logrado su objetivo, pero la crisis social y política en la que ha sumido al país no tiene precedentes.
Frente a este proyecto decadente, las movilizaciones no se hicieron esperar: la marcha contra los asesinatos de líderes sociales en julio de 2019, el paro de noviembre de 2019 y las marchas subsiguientes, interrumpidas en marzo de 2020 por el inicio de las cuarentenas. El Gobierno, torpemente, pensó que después de más de un año de encierro, al presentar la reforma tributaria la gente no saldría masivamente a las calles a protestar. El impulso final lo dieron las indignantes declaraciones del exministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, cuando afirmó que una docena de huevos valía 1.800 pesos. Esta afirmación demostró la más completa desconexión entre las élites colombianas y el pueblo que pretende gobernar.
La pregunta, ante una crisis como esta, es siempre la misma: ¿qué hacer? Estamos frente a un gobierno que no da su brazo a torcer, cree que mostrar algo de flexibilidad sería una derrota política (¡como si ya no hubiera acumulado varias!), y a una juventud que no se siente representada ni por el Comité Nacional del Paro ni por los partidos de la oposición. Tienen sus propias reivindicaciones, saben cómo organizarse y quieren ser escuchados.
Y esto es precisamente lo que me ha perturbado en estos días de paro, no escuchar las voces de los jóvenes de los barrios populares de Cali, en particular de los jóvenes de la primera línea. Quise ponerme en contacto con ellos. Cuando a uno de ellos le pregunté sobre la primera línea, desde una brigada médica un joven me respondió que todos éramos primera línea: “Yo soy primera línea porque la legislación afecta mi economía, me quita la posibilidad de poder educarme, de poder emprender y de poder cambiar mis condiciones de vida. Todos los colombianos somos primera línea porque todos sufrimos el flagelo de que unos gobernantes solo piensen en ellos y desconozcan al pueblo. Mi mamá es primera línea porque tiene que levantarse a las cinco de la mañana a cocinar para salir en condiciones de pandemia a vender unas papas rellenas, con el peligro de ser contagiada. Y si llega a estar enferma, la atienden en una EPS que fue devastada por la ley 100. Y muy posiblemente no tendrá atención y, como están las cosas, muy posiblemente muera en la puerta de un hospital”.
La primera línea está integrada por los que estamos dispuestos a luchar por cambiar nuestras condiciones de vida, no solo en Colombia sino en el mundo. La lucha es transnacional. Y hoy, en palabras de este joven: “La primera línea está dispuesta a morir por el cambio”. ¿Entenderá el país el significado de estas palabras? Ha llegado el momento de escuchar a los jóvenes de los barrios populares de Cali y de otras ciudades, a la minga indígena, a los pueblos afro, a las comunidades campesinas. ¿Cuántas muertes se habrían evitado en Colombia si, hace años, las élites se hubieran dignado escuchar al pueblo?
Sara Tufano
Sara Tufano
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