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¡Aburridos de todos los países, uníos!

El aburrimiento sirve como herramienta para poner en tela de juicio las costumbres de la sociedad.

Según la versión de Nietzsche del libro de Génesis, Dios creó el universo porque estaba aburrido. No es posible afirmar con certeza—ni negarlo—que le debemos al aburrimiento del Altísimo la creación del universo. Pero sí se puede dar fe de que, en los orígenes del cristianismo, el aburrimiento tuvo un papel protagónico. En las ermitas cristianas del siglo IV, la acedia —la versión cristiana del aburrimiento— se consideraba una ofensa contra la voluntad divina. En aquel entonces, estar aburrido no solo implicaba ingratitud con el mundo que Dios había construido, sino que, además, los ermitaños eran capaces de cometer los pecados más atroces para escapar el aburrimiento: ¡desde romper el voto de castidad hasta pronunciar el nombre de Jehová en vano! Por eso no resulta extraño que, en la tradición cristiana, el aburrimiento haya sido el más temible de los pecados.
En esto, Lord Henry, el hedonista aristócrata de 'El retrato de Dorian Grey', estaba de acuerdo. En la novela de Oscar Wilde, Lord Henry le dice a Dorian: “Lo único horrible que hay en el mundo es el aburrimiento. Es el único pecado para el que no existe perdón”. Esto, sin embargo, es mucho más que una coincidencia. Si algo tiene en común la modernidad con los ermitaños cristianos del siglo IV es el carácter predominante que adquirió el miedo al aburrimiento. Hay varios factores que explican el renacimiento del aburrimiento en la modernidad. Entre estos están la burocratización, la estandarización, el fetiche con la eficiencia y una creciente obsesión con la felicidad. En la modernidad, la felicidad no solamente se convirtió en un derecho universal, sino que, además, los hombres y las mujeres modernos, sin importar el puesto en la jerarquía social, llegamos a creer, realmente, en la posibilidad de alcanzarla. Sin embargo, la feroz demanda por la felicidad se tradujo en una exigencia generalizada por convertir en interesante cada instante de la vida. Y al exigirle a la vida incesante interés, el aburrimiento se convirtió en un resultado inevitable y en un aterrador enemigo.
Pero hay, en contraposición, una corriente de pensadores que ven un gran potencial en el aburrimiento. Desde esta perspectiva, Heidegger plantea que el ser humano se aburre cuando se queda sin objetos o actividades fútiles que lo distraigan; y, por lo tanto, al aburrirse está obligado a ponerse en contacto consigo mismo. En pocas palabras, para el filósofo alemán al aburrimiento constituye uno de los portales fundamentales —otro es la ansiedad— hacia el contacto con la condición humana. En un tono similar, Sergio Benvenuto, psicoanalista italiano, plantea que el aburrimiento es la desilusión de los que creyeron en una promesa formulada por la sociedad. Por ejemplo, si el capitalismo posindustrial nos prometió felicidad en el consumo, el hastío representa la desilusión del aburrido.
De manera que, el aburrimiento no solo ofrece una oportunidad de autoconocimiento, como plantea Heidegger, sino que además sirve como una herramienta para poner en tela de juicio las costumbres de la sociedad en la que vivimos. Pero hoy en día se nos dice lo contrario. Si estamos aburridos en nuestra vida de pareja, se nos dice que así es la vida en pareja, sin contemplar la posibilidad de que pueda ser una institución aburrida que merece ser reevaluada. Y lo mismo aplica para la sexualidad, la familia, las relaciones sociales, el trabajo, entre muchos otros. No es el aburrido el que se debe ajustar a la aburrida sociedad, sino al contrario: es la aburrida sociedad la que tiene que ajustarse a las súplicas masivas de los aburridos. Y si la sociedad insiste, no nos quedará más remedio que decir, parafraseando el manifiesto comunista de Marx y Engels: ¡aburridos de todos los países, uníos!
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO
santiago.vargas.acebedo@gmail.com
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