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La caída de Afganistán

Como dijo Fareed Zakaria, realmente no hay una forma elegante de perder una guerra.

El impulso antiintervencionista después de que este fin de semana los talibanes llegaran a Kabul y se tomaran el poder en Afganistán es inevitable. Pocos resisten la tentación de sugerir que Estados Unidos debería evitar a toda costa el despliegue militar en otros países y dedicar sus esfuerzos a arreglar su propia casa.
Lo paradójico de esa posición es que se reprochan simultáneamente la presencia militar estadounidense y su retiro. Esa es parte de la relación de amor y odio que normalmente tienen los Estados y la gente con las potencias: se los acusa de excesiva injerencia y se les pide que no se inmiscuyan en asuntos internos, pero al mismo tiempo se les reclama y exige que intervengan para arreglar cuanta crisis va surgiendo.
Por esa razón, justamente, es que las administraciones anteriores prefirieron posponer la decisión de regresar las tropas estadounidenses a su país y más bien, o mantuvieron una presencia que desde hacía rato estaba dando muy pocos resultados o incluso la aumentaron con la esperanza de que un poco más de tropas finalmente terminara haciendo la diferencia. Nadie quería pagar el costo que conlleva el fracaso y echarse encima las analogías con el retiro de Saigón en la también perdida guerra en Vietnam.
Estados Unidos inició su ofensiva militar en Afganistán como un acto defensivo, una respuesta a los ataques del 11 de septiembre del 2001 que ya pocos recuerdan. Ante el duro golpe que asestó Al Qaeda en contra de la seguridad física y existencial de la potencia, un ataque militar contra ese país para castigarlo por ser patrocinador del grupo terrorista era lo mínimo que se esperaba. La reacción contó en su momento con el apoyo casi unánime de la comunidad internacional, y los europeos, también víctimas del terrorismo fundamentalista, presionaron y apoyaron la presencia militar en Afganistán.

Esta guerra le sirvió a EE. UU. para vengar los ataques y acabar con Al Qaeda. El resto fue parte del mismo error de siempre: intentar construir Estados democráticos con uso de la fuerza

Una vez hecha la catarsis de rigor empezaron a surgir las preguntas claves: ¿cómo destruir a Al Qaeda para evitar una repetición? ¿Cómo lograr la cooperación de los reticentes gobiernos del área en esta tarea? ¿Cómo asegurarse de construir en Afganistán un Estado independiente y democrático que no volviese a encubrir ni patrocinar a Al Qaeda o a cualquier grupo terrorista que pudiese atentar contra Estados Unidos?
La respuesta fueron 20 años de presencia militar que costó más de 2 billones de dólares y que en su momento más alto estuvo compuesta por 130.000 tropas. Eso sin contar con la fuerza aérea más letal y sofisticada del planeta. Pero todos estos recursos juntos no pudieron ni siquiera vencer a un grupo de 75.000 talibanes armados en forma muy precaria y dispuestos a resistir hasta el final.
Y, más grave aún, tampoco lograron que se avanzara en el proceso de construir un Estado cercano a los intereses estadounidenses y que contuviera el surgimiento las amenazas terroristas. El gobierno de Ashraf Ghani fue elegido en el 2019, en unos comicios en los que participaron solo 1’800.000 personas (en un país con más de 35 millones de habitantes) y la corrupción fue un problema rampante. Para muchos, se trató de un gobierno cuyo único recurso para sobrevivir era el apoyo militar y económico de Estados Unidos. Ante la retirada anunciada por Biden, fue cuestión de días antes de que el Gobierno se desbaratara como un castillo de naipes y el presidente dejara el país.
En síntesis, esta guerra le sirvió a Estados Unidos inicialmente para vengar los ataques contra el World Trade Center y para acabar con Al Qaeda. El resto fue todo parte del mismo error de siempre: intentar construir Estados democráticos a punta de uso de la fuerza. El retiro llegó demasiado tarde, dejó a los aliados atrás y de seguro ha podido ser mejor diseñado. Pero, como dijo Fareed Zakaria, realmente no hay una forma elegante de perder una guerra.
SANDRA BORDA G.
(Lea todas las columnas de Sandra Borda en EL TIEMPO aquí).
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