Dice Héctor Abad en su columna del domingo en El Espectador que después de defender el derecho al aborto durante toda su vida, ahora le va a tocar gastarse la vida que le queda recordándoles a las “fanáticas abortistas” que “la Iglesia –y cualquier persona– tiene derecho a pensar que abortar está mal y es un crimen”, que “ese pensamiento está fundado en argumentos defendibles y en posiciones éticas que no son despreciables”, y que apoyar el aborto no puede ser obligatorio.
Una de las cosas que preocupan de ese intento –muy auténticamente liberal– de defender las posiciones de todos en este tipo de discusiones es que pasa por alto las grandes asimetrías de poder que le sirven como telón de fondo a la discusión. Como si Iglesia y Estado de un lado, y mujeres del otro, estuvieran jugando un partido y teniendo una conversación en un terreno medianamente balanceado. Como si el pequeño asunto del patriarcado y de la negación permanente de los derechos de las mujeres, promovida y defendida por la poderosa dupla Iglesia y Estado desde tiempos inmemoriales, no hubiese interferido en nada a la hora de gestar e imponer normas al servicio de la dominación del cuerpo de las mujeres.
No, según Abad, es una discusión equitativa y cada cual tiene derecho a su opinión. Las mujeres silenciadas y encerradas en la esfera de lo privado, y los hombres de Iglesia y de Estado desde sus púlpitos, desde sus puestos de tomadores de decisiones y de hacedores de leyes. Las unas acatando y los otros predicando, legislando y gobernando sobre nuestros cuerpos. A veces, el hábito de defender las dos caras de la misma moneda olvida por completo que en casos como este, la moneda ha caído históricamente en la misma cara.
A veces, el hábito de defender las dos caras de la misma moneda olvida por completo que en casos como este, la moneda ha caído históricamente en
la misma cara.
No ayuda mucho llamarse al engaño de pensar que todos hemos tenido un micrófono igual de poderoso para expresar nuestra opinión, y mucho menos que todos hemos tenido los mismos instrumentos de poder a nuestra disposición para convertir nuestra opinión en dominante e imponerle al resto las consecuencias.
Justamente por esa razón es que Abad confunde el grito desesperado de quienes han tenido que callar por tanto tiempo con fanatismo. No entiende la ira, no entiende la frustración, no entiende el desespero. No se puede salir de un silencio impuesto con la fuerza bruta pidiendo permiso para susurrar. Gracias al esfuerzo valiente que implicó que las mujeres finalmente dejáramos de ser una voz en las márgenes es que hoy en día múltiples formas de violencia y dominación en nuestra contra dejaron de verse como normales.
El “derecho a pensar que el aborto está mal” no está en cuestión. Cada cual puede pensar lo que quiera y por fortuna nadie controla eso. Pero parte del ordenamiento institucional bajo el cual vivimos nos exige reconocer y otorgarles derechos a las minorías, y por eso que voces en el poder religioso o gubernamental y con inmensa capacidad de control social se alcen en contra de garantizar esos mismos derechos es un gran problema. De nuevo, su opinión no es desprevenida y no está desprovista de impacto sobre los derechos de las mujeres. No es la opinión de “cualquiera”, y el activismo en favor de los derechos de las mujeres tiene que debatirla con fuerza y sin dar tregua.
Por todas estas razones, al contrario de Abad, yo sí quiero darles las gracias a las que él –tan equivocadamente– llama “fanáticas abortistas”. Gracias a su valentía, a su terquedad, a su voz recia y a que no están dispuestas a dejarse callar es que muchas mujeres como yo hemos podido encontrar un lugar en el mundo. Ese nuevo espacio de autonomía que ganamos gracias a ellas cada vez más nos permite decidir sobre nuestro cuerpo y nuestra existencia. Algún día, gracias a ese supuesto fanatismo, ese espacio será tan amplio como aquel del que han gozado ellos por tanto tiempo.
Sandra Borda G.
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