La sentencia de la Corte Constitucional frente a la tutela instaurada por Carolina Sanín contra la Universidad de los Andes (institución en la que trabajo como profesora de tiempo completo) debe dejarnos a todos muy preocupados. Que la Corte, una institución que existe en función de velar por la preservación de los derechos, haya decidido hacer lo contrario y en vez de garantizar termine limitando el derecho a la libre expresión de semejante manera no nos puede dejar impasibles.
Lo más grave es que la Corte con su decisión alimenta esa idea de que el estar vinculado laboralmente a una institución casi que convierte al trabajador en una propiedad del empleador. Le apuntan a la tesis de que, además de la relación contractual, debe existir una mal entendida lealtad con el lugar de trabajo que termina convertida en mordaza y le impide al trabajador ejercer su libertad de pensamiento y su derecho a la crítica. En aras de preservar la imagen institucional (o el inocuo “good will” que menciona la sentencia), resulta que no se puede criticar al empleador. Desde mi punto de vista, lo que afecta negativamente la imagen de una universidad es justamente presentarse ante la sociedad como un lugar que no tolera la crítica pública a su propio funcionamiento.
Además, el mensaje que envía la sentencia contradice abiertamente la razón de ser de los académicos y de su trabajo. Nos dedicamos a tratar de generar pensamiento crítico entre los estudiantes y ahora la Corte nos dice que ese pensamiento tiene un límite: no se habla mal de Dios, de los muertos, ni del empleador. Si uno tiene grandes desacuerdos con las críticas que formuló en su momento la profesora Sanín, puede ventilarlos abiertamente. Lo que no puede hacer es intentar silenciarlos, primero despidiéndola de la universidad y luego, a punta de acción judicial.
Lo más grave es que la Corte con su decisión alimenta esa idea de que el estar vinculado laboralmente a una institución casi que convierte al trabajador en una propiedad del empleador.
Pareciera además que el problema de la Corte, y en su momento de la misma Universidad, fuese la forma y el foro –las redes sociales– que Sanín escogió para formular sus reparos. No solo no son bienvenidas las críticas, sino que además la Corte parece querer ponerles talanquera al lenguaje y al recurso literario. Ninguno de los textos de Sanín en redes incita a la violencia ni transgrede los límites tradicionales de la libertad de expresión (cosa que sí hizo Trump con sus tuits, y por eso estuve a favor de que se cerrara su cuenta). Como lo escribieron César Carvajal y Daniela Escallón, el problema de la Corte parece ser menos con el tono de las críticas y más con el “tonito” de estas. Esa invitación al “buen gusto” a la hora de escribir me recuerda cierta administración distrital que quería borrar grafitis y murales porque le parecían “feos”. A la hora de cumplir con una misión tan importante como lo es defender nuestro derecho a la libre expresión frente a los empleadores, la Corte terminó usando el criterio de una ‘señora bien’ bogotana.
Después de leer la decisión voy a osar desobedecerla y hacer una recomendación pública a la universidad y a la profesora Sanín: es crucial para la comunidad académica de la institución y del país que le pongan cuidado a la sugerencia de la magistrada Fajardo (quien no estuvo de acuerdo con la decisión de la Corte). Según ella, las partes deberían reunirse y llevar a cabo “un diálogo académico y pedagógico, sin dogmatismos, dispuesto a una deliberación abierta, transparente y sincera. Sería una manera de tomarse la Constitución y hacerla propia.” La conversación sobre la naturaleza y los límites de la libertad de expresión que en ese contexto podría tener lugar, y la reflexión crítica sobre el comportamiento de las partes sería invaluable para la academia y para el país. Y nos permitiría seguir creyendo en la universidad como un espacio en donde las ideas fluyen sin restricción, por polémicas que sean.
Sandra Borda G.