La derecha ha desarrollado una estrategia y un lenguaje que le han permitido durante muchos años ostentar mayorías en el Congreso de Estados Unidos y tener a raya a los liberales. Esta prominencia política, que posiblemente comience a disminuir ahora, no fue accidental, sino que se ha preparado cuidadosamente desde que Lyndon Johnson venció a Barry Goldwater en 1964. La derecha se dio cuenta de su debilidad electorera, y varios magnates aportaron cuantiosos fondos para establecer la Heritage Foundation, la cátedra Olin, el instituto del mismo nombre en Harvard y centenares de otros centros de pensamiento dedicados a generar ideas para encauzar al electorado hacia la derecha, apropiándose símbolos y creencias populares (George Lakoff, ‘No pienses en el elefante. Lenguaje y debate político’, Editorial Complutense, 2007).
Este autor dice que el populismo de derecha, la forma de hablar de sus líderes, los acentos que adoptan y hasta el estilo campechano son libretos concebidos en ‘think tanks’. Lo que dicen, que parece espontáneo, ha sido fruto de una cuidadosa investigación sobre los valores y su vínculo con las emociones y creencias de los votantes que le ha otorgado a la derecha una enorme ventaja, aprovechando el lenguaje y el marco de los valores familiares, entendiendo a la familia como una unidad en la cual la figura preponderante es un padre autoritario y castigador que impone su disciplina y se aferra a lo tradicional. En ese marco no caben otros estilos de vida, libertad para escoger, aborto, gais o matrimonios de un mismo género. Tampoco se necesita educación sexual, y mucho menos con matices de género. No se toleran las diferencias.
En Colombia, el que ha introducido esta forma de hacer política, este lenguaje y los símbolos que lo acompañan ha sido Álvaro Uribe. Y lo ha hecho con muy buenos resultados. El exprocurador Ordóñez ha aportado una variante con gran potencial de volverse una amenaza para el pluralismo y las libertades civiles. Se trata del “país creyente”, una comunidad de católicos y otros cristianos fundamentalistas que persiguen la creación de un Estado confesional.
El Centro Democrático se aparta del laicismo y abraza una supuesta defensa de los valores familiares que quiere imponer en alianza con los sectores más recalcitrantes del catolicismo y de las comunidades evangélicas. Pero lo ha hecho transgrediendo normas éticas o legales esta vez, al incurrir en excesos para dar lugar más bien a un “país de crédulos”, no de creyentes, que se dejan manipular. Las iglesias cristianas, comenzando por la católica, son activas en política casi exclusivamente para discriminar e imponer la intolerancia, no para mitigar la injusticia, el dolor y la violencia.
La izquierda no ofrece ningún contrapeso efectivo, salvo la utilización de las mismas tácticas por otro populista autoritario. Y los partidos y personas de centro y de centroizquierda se han portado hasta ahora como bebés en el bosque, sin armas para defenderse de estas dos vertientes populistas, que buscan dislocar el Estado de derecho y limitar las libertades de los ciudadanos. Hacen falta organización y esfuerzo intelectual para evitar que esto conduzca a una nueva hegemonía de derecha y a la pérdida de libertades; y trabajo político e intelectual para contrarrestar sus estrategias y métodos de comunicación y de proselitismo.
Al Gobierno, de estirpe liberal, le corresponde tratar de preservar un Estado laico, y debería prestarles por lo menos igual atención a los jóvenes y a la mitad de los votantes que quieren la paz ahora que a los que pretenden demorarla para que no suceda.
RUDOLF HOMMES