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Los imparciales

Los imparciales

Solo se requieren su cédula, su criterio y su sentido de responsabilidad con el país; después, preguntarse si es hora de darle una oportunidad a la paz.

Para votar el día del plebiscito por el Sí o por el No, todo lo que se necesita es acudir a depositar su voto con confianza, en pleno ejercicio de su libertad. No tienen que haber leído el acuerdo, ni haber hablado de esto con alguien que piense como ustedes o piense lo contrario, no tienen que haber participado en un seminario o haber estado expuestos a algún instrumento de pedagogía. No tienen que estar con Santos o con Uribe. No importa si creen en el Gobierno, si odian a las Farc o al Eln.

Todo lo que se requiere es su cédula, su criterio y su sentido de responsabilidad con el país, después de haberse preguntado si es hora de darle una oportunidad a la paz o es preferible seguir matándonos y esperar “a que seamos menos salvajes”, como lo expresó muy bien una colega, Margarita Rosa de Francisco, que va a votar “por pura fe”, en forma muy reflexiva. Otra opción es quedarse en casa o ir de paseo. Lo importante es que sean conscientes de las consecuencias de la determinación que toman y de cuál es su deber como ciudadanos. Han surgido todo tipo de estratagemas para desestimular el voto o para ponerle tareas a la gente como requisito previo a votar encaminadas a restarles entusiasmo a los que están predispuestos a votar Sí o a hacerles cambiar de idea. La más común es exigir que lean el acuerdo. Ojalá lo hagan, pero no porque los del No les pusieron esa tarea o porque los que se consideran imparciales dicen que ya lo hicieron para que se prolongue la discusión en el vacío y sobre formalidades, la gramática o las interpretaciones jurídicas.

En su gran mayoría, estos últimos desean que gane el No, pero no se atreven a decirlo. Se quejan, entre otras cosas, de estar “muy incómodos porque no se les están dando opciones”. No les basta escoger entre el Sí y el No. Dicen estar horrorizados porque la burguesía está polarizada, pero no los escandaliza haber vivido toda su vida en un país en guerra fratricida, ni que los cadáveres hayan flotado a diario por los ríos de Colombia, o que casi 8 millones de colombianos estén refugiados en las ciudades después de haber sido desplazados de sus hogares por la violencia. “Para mí, es mejor que el tono de la voz suba y que el ruido de las balas baje”, dice Mauricio Pombo, con toda la razón.

Curiosamente, después de haber vivido en guerra tantos años, en Colombia se le tiene miedo a que la burguesía se divida quizás porque entonces tendrán que admitir a otros actores en la pugna por el poder. Para la democracia es saludable que la diferencia de opiniones sea de amplio alcance, como sucede ahora, para que del enfrentamiento de ideas surja alguna síntesis que impulse al país hacia una transformación democrática y social, en una dirección distinta a la que hemos vivido hasta ahora. Y que establezca las bases para la organización de partidos nuevos que ofrezcan opciones distintas de gobierno y den lugar a una nueva militancia política, esta vez pacífica y democrática.

Este no va a ser un sistema que privilegia el consenso paralizante y las “conversaciones entre caballeros”, o promueve a los que no toman partido, sino a los que defienden posiciones y se comprometen con ellas. Hace falta que la competencia no se limite a rotar el poder entre miembros de dinastías establecidas, sino que dé lugar a un sistema político de acceso abierto que estimule el ingreso de nuevos dirigentes de distintos orígenes.

Esto es particularmente importante a nivel territorial, pues en muchas regiones del país se han entronizado élites locales que dominan la política y la economía en el territorio y utilizan medios de persuasión y de ejercicio de su poder que han promovido la corrupción y la violencia, precisamente lo que se quiere suprimir hacia adelante.

RUDOLF HOMMES

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