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Vida

Uno de los grandes misterios de la humanidad es que Colombia aún no se haya rendido.

Hay una fotografía escalofriante en la pasada edición de la revista Semana, tomada por el estupendo Guillermo Torres desde algún tejado, que vale mucho más que mil columnas si lo que quiere decirse es que uno de los grandes misterios de la humanidad –y uno de los mejores, quizás– es que Colombia aún no se haya rendido: es una foto de la marcha del viernes 26 de julio de 2019 en la que pueden verse algunas figuras del afortunado movimiento Defendamos la Paz, Navarro, Barreras, Holguín, López, Cristo, De la Calle, Gil, Cepeda, Sánchez, Londoño, Vargas, Rodríguez, Pearl, De Lugo, Mayr, encabezando con una alegría irreprochable una manifestación en la cual la única ideología era el respeto por la vida.
Pero en aquella fotografía que les digo, que debería estar cubriendo la pared más larga de un museo, no solo se ve esa fila enorgullecedora de gestores de acuerdos de paz, sino otra gente valerosa –diferentísima entre sí e incontable– que empuña banderas de la exterminada UP, alza carteles llenos de consignas dolorosas, levanta la mano como atendiendo al llamado a lista de los que aún seguimos vivos, lleva en el pecho, igual que un delantal, el retrato de algún colombiano que dio su vida por su pedazo de tierra, y carga la tela blanca con los nombres de los 837 líderes sociales y defensores de derechos humanos y excombatientes de las Farc que según Indepaz fueron asesinados entre el domingo 1.º de enero de 2016 y el lunes 20 de mayo de 2019.
De esa tarde hay fotos estremecedoras de ciudadanos disfrazados de fantasmas, de deudos pasmados ante la luz de los velones, y de personas enmascaradas, como los líderes que pidieron auxilio en Bogotá hace dos años, que con nueve carteles forman la expresión ‘S-I-N O-L-V-I-D-O’. Hay fotos de la marcha en Colombia: la parca que recorre Bucaramanga, el tejido en las escaleras de Buenaventura, el Presidente que soporta, en Cartagena, los típicos abucheos de un país en el que ha sido ley que solo se desarmen los otros. Y hay imágenes de colombianos elevando sus plegarias por la vida en todo el mundo, de Washington a Atenas, semejantes a esos colombianos esporádicos que agitan la bandera como apariciones felices en las llegadas del Tour de Francia.
Quizás sean aquellas imágenes de puñados de expatriados –que se encontraron en Ottawa o en Ginebra o en Dubái o en Viena, como si fueran mil, a exigir el fin de la violencia–, las que me han puesto a escribir esta columna.
Colombia es, según el último informe reciente de Global Witness, el segundo país más peligroso del mundo para proteger el medio ambiente: muchos de nuestros líderes son asesinados por defender la tierra de sus imperdonables depredadores. Aquella emocionante foto de Egan Bernal, Nairo Quintana, Rigoberto Urán y Sergio Luis Henao, encabezando con una alegría irreprochable el lote de la última etapa del Tour, no es solo un recordatorio de que los cuatro tienen las carreras magníficas que tienen gracias a que se fueron del país, sino una prueba de que los cuatro comparten esta extraña manía de dedicarle la vida a Colombia a pesar de Colombia. Y allí está, tan terca como la violencia, la esperanza de los que marcharon.
Se me viene a la cabeza Milagro en Roma, la película de Lisandro Duque sobre el guion de Gabriel García Márquez, porque cuenta la historia de un padre al que se le va la vida tratando de que su hija sea beatificada sin darse cuenta de que el verdadero santo es él: estoy diciendo que aquellos que han marchado e inventado alegorías de este drama, a ver si un día logramos desmontarlo, bien pueden ponernos orgullosos –y bien pueden ser narrados a todo pulmón– como los ciclistas que han estado coronando esos calvarios en nombre de todos nosotros.
www.ricardosilvaromero.com
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