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Vallas

Nada hay tan efectivo como hacerles creer a los electores en villanos irredentos.

Hay un país enfermo e hipocondriaco, de este planeta que no tiene la culpa de nada, en el que todo se resuelve con vallas panfletarias. Es un país ridículo, por no decir trágico, que a estas alturas de su historia ya no se merece ni se parece a sus gobernantes perversos. Tendría que ser sanguinaria e infame esta sociedad, que se ha redimido ya mil veces, para haberse ganado a pulso aquellas pancartas engañosas –puestas, como amenazas, en parajes que no le habían hecho mal a nadie– donde se juraba que votar ‘sí’ en el plebiscito era votar por Timochenko para presidente, se preguntaba si Pablo Escobar había matado más policías que Iván Márquez o se propagaba la mentira rampante de que ‘Uribe es Colombia’. Y no, no es vil ese país que vive cosechando la violencia que siembran sus capataces.
Es un país hecho de países –‘regiones’, se dice– que son la trasescena de la política que llega a los noticieros. Y que como están a siete meses nomás de elegir a sus gobernantes, y nada hay tan efectivo como hacerles creer a los electores en villanos irredentos, han empezado a verse invadidos de vallas en las que se les pide que se pongan del lado del bien o del lado del mal. ‘Tú, ¿de qué lado estás?’, pregunta el cartel que el Centro Democrático ha clavado en Antioquia, ¿del lado de las víctimas que no quieren la JEP o de los victimarios que la requieren? ‘Tú, ¿de qué lado estás?’, pregunta la pancarta con la que el Partido Liberal ha respondido, ¿del lado de las víctimas que solo tienen la justicia transicional o de los victimarios que sueñan con hacer trizas los acuerdos con la guerrilla?
Sí, hay un país así, un país que está cumpliendo tres años de reducir sus elecciones a plebiscitos por la paz, un ‘país de las maravillas’ entre comillas en el que ‘sí’ puede ser ‘no’ y ‘no’ puede ser ‘sí’. En las grandes ciudades, que las hay a pesar de los bombazos y de los alcaldes que niegan a sus antecesores, se reparten periódicos en los que se retratan los debates que se libran en el Congreso sobre las guerras civiles. Pero en las regiones, que tanto han hecho para no hacer parte del lejano Oeste, siguen deslizándose por debajo de las puertas panfletos macabros –sin ortografías ni gramáticas– en los que las bandas criminales o las autodefensas o las disidencias de turno siguen pidiéndole perdón a la sociedad por los inocentes que caerán en sus limpiezas sociales.
Es un país sin Estado –o mejor: un país en el que el Estado son las elecciones y no más– hasta el punto de que el Gobierno nuevo es capaz de resistirse a hablar de los compromisos con la Minga del Cauca porque son compromisos del gobierno viejo. Es un desgobierno como un barco amotinado en el que el norte sigue siendo el odio por Santos: ¿cuánto tiempo del tiempo de todos van a tardar en darse cuenta de que lo que llaman ‘el centro’, el lugar en donde nos encontramos a regañadientes, es el gobierno?
Tengo sobre mi escritorio una torre de folletos que no solo son todo lo contrario a esos panfletos, sino que prueban que esas vallas enrarecen los paisajes de todos. Tengo una colección de guías turísticas –del Caquetá, del Cauca, del Chocó, del Tolima– que ofrecen visitas a cuevas, a ríos, a cascadas, a cañones, a lagunas, a montañas que la guerra contra las Farc hizo invisibles. No son “emprendimientos” naranjas. Son agencias verdes que no recibieron ni un peso del gobierno pasado ni han visto un peso del gobierno nuevo, pero que, ya que se está en Colombia a pesar de Colombia, hacen lo que pueden para ganarse la vida en esos paisajes recobrados. Porque sí hubo esa paz. Sí ocurrieron los años pasados. Y es increíble que haya un país en el que quiera taparse con vallas lo que antes se tapaba con armas.
www.ricardosilvaromero.com
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