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Trumplandia

Trumplandia

Ojalá que los delirios de este magnate con ínfulas de presidente prueben que -como dijo Obama- los ciudadanos de un país están amarrados a una misma suerte.

Solo a una democracia se le ocurre cambiar a Barack Obama por Donald Trump: a un orador por un vociferador; a un demócrata en el sentido serio de la palabra por un gerente de sí mismo; a un hombre bueno que reivindica la participación ciudadana en su alentador discurso de despedida por un narciso que –iba a añadir “en vez de andar en lo suyo”, pero es que lo suyo es él– se atreve a llamar a la genial Meryl Streep “una de las más sobrevaloradas actrices de Hollywood” por haberlo criticado en una afónica e indomable diatriba en el escenario de los Globos de Oro. Pero así es: el inclemente e inconsistente e irresponsable Trump es el Presidente de los Estados Unidos. Y el problema no es el conservatismo, que es solo un modo de lidiar con la ficción, sino él. Y lo peor no es él, que es otro perdonavidas a punto de reinventar la rueda, sino los malogrados que reciben sus palabras como un llamado a la violencia.

Si Trump fuera elegido en Colombia –que quizás ya lo fue– podría convertir en su feudo a este mapa parado en un pie, reducirlo, como lo haría cualquier déspota, a su dominio, pero es de esperar que un país mejor hecho lo obligue a mantener cierto equilibrio. Y que su personaje no solo les dé permiso a los fanáticos de la ultraderecha para ir por la calle gritándoles a los inmigrantes que vuelvan a sus casas, que es, en el mejor de los casos, lo que han hecho desde que su candidato ganó las elecciones, sino que sobre todo sirva para ir despidiendo a esos faraones que se niegan a cuidar sus palabras en una sociedad en pugna que –por ejemplo– acaba de condenar a un supremacista blanco por oficiar una masacre de nueve feligreses negros en una iglesia que es símbolo de la lucha contra la esclavitud: “sentía que tenía que hacerlo y todavía siento que debía hacerlo”, dijo el martes al jurado.

Que sirva Trump para que Trump no vuelva: en la misma desastrosa rueda de prensa en la que amenazó a la CNN alcanzó a decir, entre otras temeridades, que él bien podría gobernar su país mientras gerencia su imperio, pero que, como una prueba de su grandeza, dejará sus empresas en manos de sus hijos, ja. Pero que sirva Trump también para que desde nuestro liberalismo dejemos de ver como bárbaros a quienes votaron por él; para que dejemos de pensar que solo dentro del progresismo sucede una civilización, una cultura, y nuestra ira deje de servirles a los populistas. Si un liberal es un actor camaleónico que se convierte en sus personajes, como Meryl Streep, con la ilusión de un mundo en el que quepa el mundo entero, entonces un conservador es un actor de carácter que, como Clint Eastwood, consigue ser fascinante toda la vida en el mismo papel para que el mundo siga siendo el mundo.

Pero no es necesario ser lo uno o ser lo otro –corregir la ficción o asumirla– como no es necesario valerse de un solo hemisferio del cerebro.

Es posible ser un liberal con los pies en la tierra, un liberal que vote, que crea en Dios sin vergüenza, que entienda a los conservadores, que defienda la libertad de expresión aun cuando se caiga en la incorrección política.
Es posible ser un conservador que no quiera sermonear ni convencer a nadie, que celebre la ciencia, que desconfíe de los autoritarismos, que defienda las igualdades como cualquiera que defiende la democracia.

Ojalá que los delirios de este magnate con ínfulas de presidente, insensato e impopular desde el principio, prueben que en efecto –como dijo Obama– los ciudadanos de un país están amarrados a una misma suerte.

Pero creo que la presidencia de Trump va a ser sobre todo un desastre: por él, por nada más. Y creo que pronto habrá que protestar para que esa pobre nación de expatriados no quede reducida a Trumplandia.

Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com

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