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Terapia

Examinarse tiene que ser un derecho, de nación bien hecha, para que se entienda como un deber moral.

Conviene al loco saber que está loco. Conviene a los otros que lo sepa, claro, porque tarde o temprano es un vaivén, un riesgo de todos. Se ha estado dando en el mundo, o sea en este país desquiciado, la semana de la salud mental. Y si es cierto que cuando hablamos de “salud mental” estamos aspirando a una vida que a pesar de los reveses sepa estar y conectar y servir entre las demás vidas, y si es verdad que mil millones de trastornados hacen lo que pueden para superar la jornada en este planeta en el que cada cuarenta segundos se suicida un prójimo, y si asumimos como cierto, con la ONU, que en naciones como estas el 75 % de los ciudadanos con enfermedades mentales no reciben ningún tratamiento –y aquí, según la encuesta del Dane, la pandemia abrió las brechas y empeoró la soledad, la ansiedad, la depresión, la violencia de puertas para adentro–, conviene asomarse más que nunca a la mente turbia de Colombia.
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Si existe la salud mental de un país, es decir, la suma de la salud mental de sus gentes, podría pensarse en esta sociedad llena de miedo e impotencia –en la que los hijos suelen heredar las heridas de los padres– como un amasijo de estrés postraumático: Colombia es un mundo exacerbado, Colombia, que suele ir de la euforia a la desolación, del triunfalismo a la aniquilación, no es solo un paisaje, sino una cultura maniacodepresiva. Pero yo, que tengo, advierto, las gafas de quien prefiere la ficción, estoy por pensar que el nuestro es lo que los terapeutas llaman un “trastorno de la personalidad antisocial” transmitido de generación en generación: la afección que se sufre –y se da más en culturas que lidian con la colonización y con la religiosidad machista que degenera en fanatismo– cuando se asume el patrón de manipular, violar y explotar lo ajeno sin remordimientos.

Colombia, que suele ir de la euforia a la desolación, del triunfalismo a la aniquilación, no es solo un paisaje, sino una cultura maniacodepresiva.

Se vieron aquí, en la semana de la salud mental, las carencias que son el infierno del siglo XXI. Fue obvia, como un inri, la falta de compasión: ¿en qué nido de tiempos peores no existe el aborto legal sin restricciones?, ¿en qué clase de archipiélago se empantana una legislación urgente que no solo permita, sino que respete que Martha Sepúlveda cambie la cruel agonía de su esclerosis lateral por una muerte digna? Fue espeluznante, como un bestiario de inquisidores, la falta de escrúpulos: maridos que queman a sus esposas por no lavar los platos; periodistas que condenan sin togas ni pruebas ni recatos; influenciadores que venden boletas para sus operaciones y lanzan dinero desde su cielo y sacan reguetones para escandalizar a los censores; vengadores que se conceden a sí mismos el demencial deber de la “limpieza social”: dónde más sino aquí.
Aquí, en esta Colombia vigilada por padrastros de pesadilla, donde muy pronto se aprende a enmudecer para no ser visto, ni contado, ni reducido a su género, ni violentado en medio de la guerra, ni revictimizado, en el final, por la justicia. ¿Se quedó sin tierra?: los colombianos no lloran. ¿Le mataron a su padre?: aquí es así. ¿Le lincharon a su hijo porque sí?: vélelo en la mente. Fue evidente, esta semana, que no nos han dejado y no nos hemos permitido hacer los duelos. Fue innegable, de sábado a jueves, la falta que nos ha hecho hacer terapia. A cada cual. Y a este país que hoy puede al menos verse al espejo de su Comisión de la Verdad, su JEP, su UPDB. Pero también fue irrebatible que examinarse por dentro tiene que ser un derecho, de nación bien hecha, para que un día se entienda como un deber moral.
Si el mundo, o sea la ficción de la Tierra, quiere sobrevivir, está en mora de ir de una cultura de la explotación a una cultura del cuidado. Aquí es urgente. Aquí es peor. Y el puente que se ha estado buscando es la terapia.
RICARDO SILVA ROMERO
www.ricardosilvaromero.com
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