Pero un momento que estamos en Colombia: este nuevo acuerdo de paz –que de verdad cumple el mandato popular de enmendar, de precisar, de completar, de poner en su lugar el acuerdo que perdió por poco pero perdió el plebiscito– no podía ser una buena noticia para todos, no. Es una proeza de los negociadores de ambas partes: 41 días nomás. Es una demostración clarísima de que el Gobierno sí ha estado escuchando desde que dejó de ser sordo al “viejo país”, y ha sido el líder del “sí” que hacía tanta falta. Es una prueba incontestable de que la guerrilla sí ha estado tomándose en serio la cenagosa tarea del desarme. Es el gran logro de los líderes del “no” en el nombre de los electores del “no”: según el estudio de La Silla Vacía 90 de sus propuestas están en esas páginas, 90, como 90 fichas del rompecabezas para la tranquilidad de millones de colombianos que se sintieron ninguneados.
Pero luego de unas cuantas horas de lectura un par de capitanes del “no” que no representan a nadie se declaran “inconformes” con este acuerdo nuevo como si el “no” no fuera una circunstancia, sino una vocación, una ideología, una patria más entre la patria: ¡sorpresa!
Querían que el acuerdo de paz fuera una constitución que no fuera la Constitución. Querían sacarlo del bloque de constitucionalidad. Pretendían que defendiera el capital, la propiedad privada, la tierra, la justicia de colombianos para colombianos, la fe, la palabra ‘sexo’, la palabra ‘familia’, la libertad de cultos, el compromiso de la guerrilla con la reparación a las víctimas, la salida de las Farc del narcotráfico, la prudente financiación del posconflicto, el frágil cese del fuego, la igualdad, la paz. Buscaban la reivindicación de aquel país defraudado por un establecimiento convencido de que las sociedades no solo se transforman en la sucia práctica, sino sobre todo –para no salir: para no tener que verse cara a cara con la gente– en la cómoda teoría: en la ley, en el lenguaje. Y al final lo consiguieron casi todo.
Y sí, no consiguieron encerrar a los comandantes en una cárcel diferente del Congreso. Y tampoco pudieron desterrar a la población Lgbti de las 310 páginas del acuerdo, pero la idea es que Colombia siga siendo una democracia: ¿o no?
Quizás lo mejor sea dar por perdidos a ciertos políticos de la derecha: a Londoño, el incendiario, que se permite ridiculizar el drama de las víctimas de las tomas del Palacio de Justicia; a Ordóñez, el pío, que se atreve a jurar en vano que “este es el mismo acuerdo pero maquillado” apenas unas horas después de su publicación; a Uribe, el vivo, que pide tiempo para leer lo que él mismo hizo pues lo suyo es fabricar incertidumbres. Tal vez lo más sensato sea no esperar mucho de los líderes del “no” que andan en campaña: podrían reclamar como propio este nuevo pacto, que gracias a ellos reúne las voces de sus votantes, pero quién aquí se pide convencerlos de que ponerse de acuerdo con el Gobierno en el desarme de miles de colombianos no va a desdibujarlos. Cabe esperar que pronto, en el tal cónclave en el Congreso, unos cuantos defensores del “no” reconozcan sus voces en el nuevo documento: quién quita.
Y sin embargo lo importante no es convencer a los habilidosos jugadores del “no” de que este nuevo acuerdo es una manera de desagraviarlos después de haberlos lapidado por “guerreristas”: lo más importante es explicarles cara a cara a aquellos ciudadanos que votaron “no”, cansados de ser embaucados por tantos políticos de papel, cómo gracias a su voto se consiguió una paz que solo derrota a los violentos, una paz que nos conviene a todos, uno a uno, día a día. Imposible –o no– que solo los fanáticos de las Farc sean capaces de regresar de su fanatismo.
Ricardo Silva Romerowww.ricardosilvaromero.com
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