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Soacha

No hay que tener hijos para imaginar el vacío en los cuerpos de las madres de Soacha.

Y entonces, mientras el ministro Molano da rodeos atroces en el debate de moción de censura por aquella operación militar que terminó en masacre, y el cabo Gutiérrez por fin suelta ante la JEP la confesión “asesiné cruelmente a sus familiares y les puse un arma en las manos para decir que eran guerrilleros”, yo me paro a escribir esta columna para las madres de Soacha. Háblenles a ellas de “manzanas podridas” en las Fuerzas Armadas. Díganles por qué a estas alturas de la verdad se estigmatiza a los civiles cercados por “los ejércitos”. Cuéntenles qué clase de país teme a sus soldados. Explíquenles cómo es posible que otros hijos sigan despertándose sin saber que no volverán a dormirse. Suéltenles la noticia de que buena parte de Colombia volverá a votar por esa política marcial –la política del reconteo de cuerpos– que da igual en Bogotá. A ver qué les responden.
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Todo el mundo sabe que hubo “falsos positivos” –sucedieron en el infierno, Dios, son el punto más bajo en un mapa plagado de puntos bajos–, pero este gobierno lidia el conflicto con la misma lógica que ha llevado al Estado a pedir perdón: mientras ciertos militares aceptan su violencia en Ocaña, ante la JEP –“vengo a limpiar su nombre porque soy responsable de su detención”, “les arrebaté la ilusión a los hijos y les desgarré el corazón a sus madres por tener contento a un gobierno”, “el pecado de su hermano fue salir por un dolor de muela”–, en Bogotá sigue midiéndose en bajas el triunfo. No hay cómo defender el horror, pero tarde o temprano alguien se permite decir que fue por el bien del país: “Esta operación se hizo para liberar a los putumayenses del narcotráfico, para defender a los campesinos, para que no haya más viudas en el departamento”, jura Molano al Congreso.

Ningún drama tan definitivo como el de estas madres que llevan catorce años dedicándoles sus vidas a reparar las honras de sus muertos.

Y tendría que jurarles eso mismo a las familias de los civiles asesinados en Puerto Leguízamo. Tendría que haber visto el monólogo de la madre de Soacha Luz Marina Bernal, en el concierto de la resistencia compuesto por César López, para notar que no hay objetos tan tristes como los que van dejando las víctimas de acá. Y aceptar que aún no ha nacido el pretexto para que un comandante de nuestro Ejército se dé licencia para maldecir a los candidatos que detesta. Si no va a hacer nada de esto, si Molano no va a decir, ni a ver ni a aceptar el desmadre que nos deja, no es porque sea cínico, sino porque, como ciertos duquistas, está en una misión. Colombia ha sido un país ad hominem, una nación “contra el otro”, mucho más dada a aniquilar que a rebatir, y prefiere engendrar villanos y próceres y mártires que transformarse. Y no va a ser él, Molano, quien entienda que el negacionismo socava las instituciones.
El municipio de Soacha, en Cundinamarca, tiene doce mil años de historia. Pero ningún drama tan definitivo como el de estas madres que llevan catorce dedicándoles sus vidas a reparar las honras de sus muertos. Quieren esto que está pasando: que un reclutador de “falsos positivos” les diga “yo los engañé y se los traje a los militares”. Que se pronuncie y se sepa la verdad. Que no se olvide que sus muchachos tenían planes para el día siguiente. Que sea claro que a sus niños les ofrecieron trabajos, Dios, futuros falsos, para vestirlos de guerrilleros caídos en combate. Hay que ver las camisas que dejaron. Hay que saber que ellas jamás pensaron que los asesinos fueran soldados nuestros. Todos los días, despiertas o dormidas, les parte el alma su orfandad de madres. Todos los días rezan por una política de seguridad que no las tilde ni les mienta. No hay que tener hijos para imaginar el vacío en los cuerpos de las madres de Soacha. Pero hay que ser ellas para encontrar adentro esa nueva clase de coraje.
RICARDO SILVA ROMERO
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