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Pompilio

Qué bueno tener un maestro convencido de ser el alumno y que no se toma a pecho a sí mismo.

Ricardo Silva Romero
Hoy es el día de darle las gracias al profesor Pompilio Iriarte: se vive mejor, pues no se hace el oso sin saberlo, ni se anda por ahí reclamándole al mundo el derecho a la gloria, ni se pierde de vista que la verdadera conquista es una vida simple, si uno ha sido y es y va a seguir siendo su alumno. Pompilio tuvo un hermano gemelo. Tuvo una esposa de siempre. Tiene una familia de nietas e hijas que le lleva la contraria a cualquier derrota. Vino de Neiva a Bogotá a enseñar literatura. Dio sus clases magistrales, como pequeñas obras de teatro, en el Externado, la Central, la Pedagógica, la Escuela de Ingeniería, el Politécnico. Y el lunes pasado recibió un homenaje a su medida porque está cumpliendo cincuenta años de ser el gran maestro del Gimnasio Moderno, el bello colegio liberal que aún lucha por serlo, “el único colegio que conozco –dice él– cuya filosofía es el humor”–.
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En los años ochenta, Pompilio Iriarte se bautizó a sí mismo Ángel Marcel, Ángel por su hija Angélica, Marcel por su hija Marcela, pues “ya era hora de que las hijas nombraran a su padre”. Fue de escribir versos libres a dominar la forma sobrehumana del soneto –los dos cuartetos más los dos tercetos de endecasílabos con acentos precisos– como cualquiera de los grandes sonetistas de la lengua: “Y era que Dios estaba enamorado”, “Sólo se ama el amor que no se tiene”, “No tenemos senderos en el alma ni tiene corazón este camino”, remata ciertos sonetos suyos que vienen, cada tanto, a la cabeza. Recibió, como si el mundo fuera justo, los premios que hubo. Pero sigue evitando al máximo las camarillas culturales no solo porque no se cree un poeta, sino porque lo suyo, dice, es mera artesanía, y no hay festivales de artesanos cejijuntos, faranduleros, seguros de estar sacudiendo a los burgueses que jamás los leen.

De tanto en tanto uno se extravía en pendejadas e hipérboles. Pero por ahí están las migas de pan que deja el profesor en el camino.

Soy uno de sus alumnos. Quiero decir: sé que si soy un ciudadano que alivia en la ficción su compromiso con la realidad es porque así es mi mamá; si soy una compañía que no va a faltarle a la gente que le tocó en suerte es porque así era –y así es– mi papá, y si soy un oficinista de la escritura que disfruta su trabajo mientras llega a la casa su familia, y sigue creyendo que escribir es un juego, que la gracia de un texto es el lector y la pasarela le sobra a este servicio, es porque así es Ángel Marcel. Tendrían que haberlo oído en su homenaje de este lunes: su voz discreta, de protagonista capaz de portarse como un personaje secundario, nos recordó sin aspavientos ni superioridades todo lo que le sobra –todos los ceros que le sumamos– a la anécdota que somos. De tanto en tanto uno se extravía en pendejadas e hipérboles. Pero por ahí están las migas de pan que deja el profesor en el camino.
Pompilio, que reniega, risueño, de su primer nombre, nos repitió en su homenaje de este lunes que el clímax de lo risible es ir por ahí soltando gestos de inmortal cuando se es mortal, nos recordó que dárselas de artistas es dárselas de haber dado con una muleta, que no son ciertos los versos “cualquier tiempo pasado / fue mejor” sino los temores a los cambios y a las irreverencias, y que el hombre puede amanecer convertido en “un bárbaro notable capaz de matar o hacerse matar por la validez de un gol en el estadio”. Pero no crean que fue una noche solemne, grave, no. Sí se le agradecía esa cordura tan rara. Y, sin embargo, todo el mundo se estaba riendo de él y por él: su taller de letras solía empezar con una ronda en la que los participantes confesaban el peor ridículo que habían hecho en sus vidas para que quedara claro que escribir es exponerse con humildad.
Qué bueno tener un maestro convencido de ser el alumno. Qué suerte tener un maestro que no se toma a pecho a sí mismo.
RICARDO SILVA ROMERO
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero
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