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Peste

No puede haber un país en el que haya una pandemia peor que la pandemia.

Sigue su marcha la cuarentena: yo aún no me dejo la barba de náufrago, ni me rapo porque ya para qué, ni me descubro pensando que el virus es el cuarto jinete del Apocalipsis: “¡Peste!”. Pero, como este es el oficio de darles vueltas a las cosas, sí me he visto obsesionado con no permitir que la revisión de la especie humana aplace el escrutinio de la barbarie criolla. Los estudiantes levantan las manos ante sus computadores, en sus clases magistrales, mientras se pasan las horas. Los empleados, bendecidos con una rutina remunerada en la tierra de nadie, cumplen sus jornadas a distancia. Y yo anoto frases para esta columna de supervivencia –“es el miedo lo que engendra la pesadilla: no al revés”– alrededor de la idea de que Colombia sigue en mora de dejar de serlo.
Colombia ha resultado ser, en los abrumadores tiempos del virus, la patria de las cárceles hacinadas, de los trabajadores abandonados a su escasa pero gravada suerte, de los líderes sociales que, según revela 'The Guardian', están gritándole a la nada nacional que la pandemia los ha vuelto “objetivos sentados”. Colombia, mejor dicho, ha resultado ser lo que es: el país de aquella “violencia intrafamiliar” que dicha así no suena a padrastros abusadores que piensan que la terapia es para cobardes, y no suena a mujeres confinadas con sus verdugos quién sabe hasta cuándo, sino a “preocupante estudio de ONG revela que…”. Pero ha habido razones para la fe: acá en Bogotá, la cercana, firme y confiable alcaldesa López ha sabido ser un alivio al malestar y encarar el drama social que se revela día a día.
Y el presidente Duque, que en un principio rogó a Dios e izó la bandera para vencer a la epidemia igual que a un ángel exterminador, y pareció llenándose a sí mismo de un miedo que no es cubierto por las EPS, sino por la providencia, ha empezado a sintonizarse con el coraje y la solidaridad de tantos médicos y líderes y empresarios de este país experto en “distanciamiento social” cuando ello era otra cosa.
Todo el tiempo siente uno en el aire del marasmo de la cuarentena la penetrante voz de radionovela que solía preguntarse qué pasaría en el próximo capítulo: ¿podrán los poderosos mórbidos, incapaces de ganar un poco menos, aprender esta lección de fábula ejemplar?; ¿darán los políticos camanduleros el postergado salto de la caridad a la solidaridad?; ¿entenderán por qué los Estados no pueden reducirse a garantizarle a un puñado de privilegiados el uso de las armas?; ¿conseguirán resignarse a un país que no tema a la palabra “estatal” ni al objetivo máximo de proteger la salud de todos y de todo? Nuestra especie ha vuelto de sus peores pandemias, de “la peste negra” a “la gripe española”, a cumplir la orden de matarse: ¿lograrán esta vez los autores intelectuales portarse a la altura de los liderazgos de sus gobernados?
Sigue su marcha la cuarentena. Yo todavía no me río solo, ni me pido sacar
a pasear el perro que no tenemos, pero, cuando me asomo a los aislamientos de las ventanas de la cuadra, sí me pongo a imaginar que –a todos: a aquellos que temían a su soledad o iban a divorciarse o se odiaban a sí mismos antes del encierro– está pasándoles un drama a la medida de cada uno que debería resolverse antes del día del regreso. Yo tiendo a creer en todo lo que vuelve militantes a los cínicos, sí. Pero, ya que la transformación de “la nación” o de “la humanidad” se sale de las manos de cualquiera, me parece lógico que para ponerle fin a la barbarie nos sirva que cada quien desactive su propio lío de fondo, y dé con su compasión, y ya no vuelva a obviar esta violencia.
Es que no puede haber más “objetivos sentados”. Es que no puede haber un país en el que haya una pandemia peor que la pandemia.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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