Tarde o temprano Colombia es un chiste: un chiste macabro, sí, pero un chiste a fin de cuentas. Tomemos, como ejemplo, el debate a muerte en el Senado por aquellas obscenas cartillas para la educación sexual –estamos, finalmente, en plena Regeneración conservadora– que deberían existir pero no son sino un par de documentos que invitan a los colegios del país a cerrarle el paso a la discriminación. Repite la serena ministra de Educación, desde las 7 p. m., que solo está respetando un fallo de la Corte Constitucional; que ningún colegio está obligado a nada que no sea cumplir la ley; que la gracia de la democracia es que nos libre de la barbarie; que el gobierno de Uribe, convertido, ahora, en oposición escandalizada, sí que publicó cartillas progresistas defendiendo la educación sexual “con enfoque de género”; que ella ha sufrido más de la cuenta, como le vaticinó su madre, “por el hecho de ser gay”, pero que nunca se había visto en semejante paredón.
Repite la ministra Parody, sin extraviarse en la tristeza o en la indignación, que ni tiene agendas secretas ni reniega del cristianismo que es la reivindicación del otro. Pero el Congreso es un panóptico de sordos. Desde las 8 p. m. ciertos congresistas apegados al Estado de derecho, de la contundente Claudia López al paciente Juan Manuel Galán –iba a llamarlos congresistas del siglo XXI, pero ningún siglo es garantía–, salen en defensa del sentido común y de la Constitución de 1991 y de la ciencia. Y sin embargo ciertos opositores recrean las versiones amañadas que acaba de desmentir la Ministra, y hablan de las cartillas que no existen y del virus de la homosexualidad que no se da en ningún clima y de la enconada e inexistente e imposible persecución a las pobres mayorías, porque se dedican a cegar a “los que llegan tarde a esta transmisión”, y he ahí una buena definición de colombiano.
Uribe, siempre en campaña de reelección, defiende la moral, la higiene de los baños, la familia sitiada por una “ideología de género” negociada con las homofóbicas Farc, como todo un expresidente de esta República: “si a un varoncito le dio por vestirse de falda habrá que respetarlo...”, dice, sí, no es un sueño. Ordóñez no solo denuncia un complot gay, convertido, él, todo un Procurador General de esta Nación, en un defensor de los niños de antes, y luego confiesa que la semana pasada marchó por la familia de siempre. Name reconoce –y tomen nota sus electores, pues estamos pagándole el sueldo– que desde que circulan por ahí las cartillas que no existen no sabe qué decirle a su hija cuando la niña le pregunta si es mujer. Cabal recuerda que la matoneaban en el colegio e intenta una defensa de los gordos. Morales prueba, echada a la derecha, una verdad criolla: que aquí ser liberal es un decir.
Y a todos estos opositores se les escapan, de 8 a 12, la reivindicación de la discriminación como un derecho, el respeto condescendiente por los homosexuales y la eterna idea de que este debate “no es contra ustedes, sino a favor de nosotros: de Dios”. Pero sobre todo dejan en claro que para su religiosidad asediada por las protestas de las minorías –y este es, desde el principio, uno de los peores líos de Colombia– hay poderes superiores al Estado, hay costumbres sagradas e intocables y hay rincones prohibidos para la ley. Sí, aquí solo ha habido familia porque todo lo demás ha estado en contra –y las familias han sido lo mejor y lo peor de este país, pues han sido el amor y también han sido las mafias–, pero quién dijo que los padres están por encima de la Constitución.
Y quién se cree el cuento de que a estos defensores de la normalidad les preocupan más los niños que los votos.
Ricardo Silva Romerowww.ricardosilvaromero.com