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Mauricio

Nadie había sido ni iba a ser él. Es que él sí leía. Es que a él sí le fascinaba leer.

Ricardo Silva romero
Este año fue tan exigente, tan resentido, que cuando ya se iba a acabar murió Mauricio Lleras. Mauricio Lleras era un librero estupendo porque era un tipo estupendo. Y si su partida repentina e inadmisible está contada en las páginas de EL TIEMPO, de El Espectador, de El Nuevo Siglo, de El Colombiano y de Semana, y está contada con una tristeza y un amor que ni siquiera el lenguaje periodístico puede arruinarnos, es porque todos sabíamos que nadie había sido ni iba a ser él. Es que él sí leía. Es que a él sí le fascinaba leer. Pudo convencernos de que lo normal era encerrarse a repasar La luz difícil. Y, curado de espantos, libre de las trampas mentales que nos quitan tanto tiempo, bendecido con esta jartera bogotana que debería ser declarada patrimonio inmaterial de la humanidad, supo recetarnos libros y amigos que han sido un remedio.
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Hay gente que teme a las librerías como a los CAI porque hay gente que usa los libros para segregar. Prólogo pudo trastearse con clientes y todo cuatro veces, de la calle 96 con la carrera 11B a la carrera 9.ª con la calle 82, de la calle 67 con la carrera 6.ª a la carrera 5.ª con la calle 67 de aquí de Bogotá, porque uno no cambia de médico si el médico se muda, pero sobre todo porque era la librería de Mauricio Lleras. Mauricio Lleras era un señor auténtico e invariable, de camisa, de saco y de jeans como un personaje de cómic, alérgico al esnobismo e incapaz de lagartear. Le devolvía el prestigio a la ternura porque se le veía de golpe, a regañadientes, cuando se lanzaba a hacerle el prólogo a la novela que usted tenía que leerse ya. Su secreto era ser lo que era: un refugio, una neurosis risueña, un librero de literatura que no daba miedo.
Fui su amigo porque entendía su idioma. Cuando me enteré de su muerte, por su primo Alfredo Lleras, el pintor, se me fueron las primeras horas del duelo en la lectura de años de mensajes de WhatsApp. Conté treinta y tres “por dónde viene” porque solo se daba dos horas para almorzar. Leí su amor sin sensiblerías ni pasos en falso por su esposa, por sus hijos, por sus nietos. Leí los profesores, los fantasmas, los recuerdos en común. Revisé estos últimos tiempos: sí, de junio para acá se quejaba de las clínicas y las radioterapias, y se resistía a creer que el país iba a cambiar y estaba dispuesto a estar jodido si al tiempo podía leer –y yo no sé si lo suyo es pesimismo o es resignación de sabio–, pero en la primera cuarentena, en 2020, se le oía feliz porque mis hijos habían montado una sucursal de Prólogo en nuestra casa y porque acababa de releerse El Conde de Montecristo en Sutatausa.
Respondía a los achaques con insultos del Capitán Haddock: “¡Cataplasma!”, “¡Diplodocus!”, “¡Zapoteca!”. Siempre, en la salud y en la enfermedad, estaba mamando gallo.
Yo andaba tranquilo, a la espera del reencuentro, porque estaba completamente seguro de que no se iba a morir. Hoy quiero que sea cierto aquello de que los muertos, superada la pendejada de las dioptrías, pueden ver qué está pasándonos acá: porque entonces Mauricio está viendo que lo desciframos, sí, notamos que vivió bien la vida que se propuso; repetimos los mismos elogios con las mismas palabras porque fue el mismo con todos; entendemos que repartió su generosidad libro por libro por libro; captamos que montó una red social de lectores a los que hizo sentir bienvenidos; sabemos que su nostalgia no era una derrota, sino una empresa, y sentimos que este revuelo por su muerte solo podría pasar en un mundo que él hizo más digno.
Es posible verlo. Seguro que se acaba de encoger de hombros, mitad sorprendido, mitad agradecido, porque todo esto le parece un poco ridículo y muy bello. Y ya quiere irse a leer porque ese es su cielo.
RICARDO SILVA ROMERO
Ricardo Silva romero
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