En el principio era el caos. Pero esta semana también: tembló, se vio la guerra, y la ira, que las voces de la psicología han descrito como un viaje desde el derrotismo hasta el grandiosismo, y las voces de la espiritualidad consideran una debilidad y un veneno y un obstáculo y un pecado a purgar, siguió empujando a las peores voces de la política criolla a soltarles los perros bravos al periodismo, a meterse con las decisiones de la justicia, a echarles la culpa a los demás, a gritar “Venezuela está cerca”, a decretar el fin. Colombia ha sido un país iracundo porque ha sido un país entorpecido: baste ver las fotografías de los expedientes apilados como bolsas de basura en el archivo de la Rama Judicial, que la abogada Karola Enríquez reveló en su cuenta de Twitter, para resumir con nuestros propios ojos este lío que ahoga y rompe el corazón.
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Es claro que la ira puede despertar a los pueblos ninguneados de sus letargos inducidos, pero también que, azuzada, conducida y capitalizada por los líderes sin escrúpulos, es capaz de enfermar el ejercicio de la política: de sabotear el debate, de acabar con la tarea de sumar voluntades, de reducir el destino de una sociedad al predominio como sea, “duélale a quien le duela”, de los unos sobre los otros. Qué puede encauzar la ira: la justicia, sí, la justicia es la terapia de los pueblos. Pero como no solo requiere seriedad, regularidad e independencia de sus funcionarios, sino respeto, confianza y paciencia tanto de la ciudadanía como de los gobernantes, tiene sentido que mientras “cojea pero llega” nos refugiemos en el grito vagabundo de la memoria y la ficción, y es un alivio que ya solo queden cinco meses para las elecciones regionales.
Sigo pensando que, más allá de los tuits en falso, más allá del coro de las injurias que sirven al caos, este gobierno será –ya fue– un paso en la democracia.
Si la justicia es, repito, la puesta en escena de la verdad, podría decirse que gracias a relatos de testigos, periodistas, historiadores, investigadores, comisionados de la Verdad y narradores se ha dado un poco de justicia antes de la justicia en la Colombia de estos doscientos años. Tiene todo el sentido del mundo que voces firmes de la política colombiana, en la búsqueda de una tierra de nadie libre de los maniqueísmos que se engendran en la ira, hayan encontrado refugio en la novela: en La sombra del presidente, de León Valencia, se entiende el paramilitarismo; en Él también lo hizo, de Gina Parody, se examina el trastorno del poder; en La increíble muerte de Hércules Pretorius, de Humberto de la Calle, se ve que el fanatismo convierte a los personajes cómicos en personajes trágicos.
Yo no creo que estemos parados sobre el fin. Sigo pensando que, más allá de los tuits en falso, más allá del coro de las injurias que sirven al caos, este gobierno será –ya fue– un paso en la democracia. Pero me parece providencial que vengan las elecciones para repetir otros apellidos, para respirar otras agendas, para digerir las indignaciones, para repensar el país región por región, para hablar con los políticos de lo que pasa en el barrio, para encontrarle propósito a la ira antes de que se reduzca a violencia y para conseguir de paso lo que consigue la terapia: que cada cual asuma sus responsabilidades. Mi trabajo es dudar de mí. Doy vueltas a cada palabra siete veces hasta que me parece la palabra correcta. Pero creo que necesitamos las votaciones de octubre para “aterrizar”: para poner los pies en este temblor.
Según estudios de verdad, publicados de 1988 en adelante, ni las personas ni las naciones aparecen en el mundo predispuestas a la ira y a su crueldad: Colombia tiene que dejar de ser una frustración, y la justicia de la memoria, y la de la ficción, y la de la democracia –con todos sus votos y todas sus voces– son modos de tramitar el delirio y respirar otra vez.
RICARDO SILVA ROMEROwww.ricardosilvaromero.com
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