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Inverosímil

Inverosímil

Era una oportunidad para reivindicar el periodismo asediado en tiempos de posverdades.

Suena a noticia falsa: ‘Semana le quita la columna a Daniel Coronell’. Quizás la palabra sea ‘inverosímil’ porque parece un chiste fallido e infame: que el columnista más leído del país insistiera en preguntarle a su revista querida, como dándole una mano en la vorágine, por qué no publicó en sus páginas valientes aquella historia sobre el posible regreso de los ‘falsos positivos’ no era un desafío de semidiós, sino una oportunidad para reivindicar el periodismo asediado en tiempos de posverdades, para probarles a los lectores que las salas de redacción no son –me consta– gobernadas desde un cuarto a media luz, para respaldar una vez más a un periodista irrepetible al que no habían podido callar mil enemigos, para ahondar, ahora sí, en la trama macabra de las “órdenes de letalidad”.

Y la respuesta de Semana –la misma que encaró el país del narcoterrorismo, el país del proceso 8.000, el país de las masacres, el país de los ‘falsos positivos’, el país de las chuzadas– ha sido ejercer su derecho de cancelarle la columna a Coronell.

Es inverosímil. A pesar de tener una pata en el poder, como tantos medios en el mundo, Semana, que conozco y quiero por dentro porque estuve allí doce años, ha escuchado su vocación a revelar la trasescena. Semana perseveró en la tradición fiscalizadora, libre de sesgos partidistas, que la revista Alternativa y la Unidad Investigativa de EL TIEMPO fundaron en el paso de los setenta a los ochenta. Semana insistió en ese periodismo en el que, como cuenta Daniel Samper Pizano en su entrevista con Fernando Quiroz, los columnistas “no solo discrepábamos de la línea del Partido Liberal, sino que discrepábamos incluso del periódico”. Y abrió paso, en el proceso, a publicaciones valerosas como Cambio o Verdad Abierta o La Silla Vacía. Y no merece echar atrás.

Es hora de enfocarse en la verdadera noticia: un gobierno que solo lo será cuando deje de servirle a una minoría rabiosa

Hablaba el diplomático Miguel Cané, en sus diarios de viaje de 1882, de una prensa colombiana que jugaba e insultaba porque había “absoluta libertad de la palabra”. Pero siguieron los periódicos partidistas, con sus plumas prodigiosas, que solo contaron el mismo país cuando la dictadura los cerró en 1955. Y después, como en otros países que se tomaron a pecho las promesas de la democracia, aparecieron estos articulistas tercos que han estado haciendo –hasta hoy– mucho más de lo que se sabe y de lo que se cree para contener los desmanes de los dueños de todo: vale la pena leer Contra el poder, el libro de Juan Serrano sobre Alberto Donadío y la reportería de investigación, para poner en contexto este periodismo que ha encarado al unanimismo que ha oficiado esta violencia.

Por supuesto, en el periodismo, como en cualquier oficio, hay farsantes e inescrupulosos de todos los pelambres. Pero no es esta la época ni este el país para renegar de “los periodistas” en abstracto como lo hacen los políticos peores: doy fe de que en las salas de redacción de todos los rincones de Colombia, invisibles a los tribunales de las redes, hay protagonistas reticentes –solo los villanos se creen héroes– que se juegan el sistema nervioso en el empeño de rescatar historias de la avalancha de todos los días. Seguirán haciéndolo. Ya dijo el propio Coronell a La W que pronto, en el medio que lo reciba, va a publicar una investigación que atará ciertos cabos con los que nadie cuenta.

O sea que es hora de enfocarse en la verdadera noticia: un gobierno que solo lo será cuando deje de servirle a una minoría rabiosa que se porta como Trump en la sociedad equivocada; cuando deje de reducir su legado al saboteo desgastante e inútil de una paz vigilada por el mundo, y deje de bloquear opositores en Twitter como un periódico partidista o un niño que jura que este país es como él dice cuando cierra los ojos.

www.ricardosilvaromero.com

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