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Expresidente

El jefe del Estado no hace la guerra de Uribe, ni la paz de Santos, sino la vieja debacle.

Esta columna no sale el Viernes Santo. O sea que desde el Viernes de Dolores de este año, viernes 8 de abril de 2022, he estado conteniendo unas breves pero sentidas palabras sobre la foto con vocación de meme en la que el expresidente Duque firma la extradición de alias Otoniel como si firmara –en un escritorio vigilado por un crucifijo– el clímax de su mandato hipotético. Duque, convertido en comisionado de Ciudad Gótica, llama “rata de alcantarilla” al capo del “clan del Golfo” que acaba de mostrarle a la JEP aquel país de soldados corrompidos, de paramilitares, de “falsos positivos” y de masacres, que es el país que ha vuelto por obra y gracia de otra política de prohibicionismos y guerras y conteos de cuerpos. Pero no tiene nada de raro que al maniqueo de Duque se le vaya la lengua, no, se ha pasado estos cuatro años pechando –“qué o qué”– todo lo que le lleve la contraria: opositores, cortes o países.
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En la Semana Santa, desde el martes 12 por lo menos, tuve atragantada una columna sobre su fatal intervención en el Consejo de Seguridad de la ONU: con tufo de líder mundial, con autoridad diezmada por el descubrimiento que hizo en Puerto Leguízamo una misión de periodistas estupendos, Duque convirtió un reporte de la implementación de este acuerdo de paz –admirado por el mundo– no solo en un pretexto para condenar a Rusia, sino en una piedra de la discordia con ciertos países aliados. Regresó a Colombia a retomar su atroz campaña contra “el populismo”: “Yo no he hablado de ningún candidato”, “es mi opinión personal”, dijo a La Silla Vacía porque desde el principio no fue un presidente, sino un expresidente que pone a tuitear al país; porque jamás supo que la ciudadanía no tiene por qué querer a un mandatario, pero un mandatario está obligado a honrar a la ciudadanía.
Cuenta "el reporte Coronell" que Duque, reacio, hasta el delirio, a la separación de poderes, invitó a la Corte Constitucional a una risueña "última cena" en la que se disculpó por rebelarse contra el fallo que despenalizó el aborto –no por pedir reconteos, ni por combatir la sentencia que prohibió la fumigación con glifosato, ni por desconocer al juez que frenó la turbia modificación de la Ley de Garantías, ni por silbar al aire cuando la Corte Suprema le ordenó garantizar el derecho a la protesta ni por darle la espalda al tribunal que le abrió el proceso por incumplir la orden de detener a la brigada gringa acá en Colombia– antes de soltar la absurda chiva de que cuando esté cerca de cumplir los 57 años –¡él!– tratará de convertirse en magistrado: le quedan unos diez años, más o menos, para reunir los requerimientos que señala el artículo 232 de esa Constitución que no se le ve en el escritorio.
Todo termina, pues, como empezó. El jefe de prensa de la Casa de Nariño llama "mantenido, vago y bobo", en Twitter, a un hijo del presidente anterior. El jefe del Estado, que ya es parte de la tradición de fallarle a la gente, no hace la guerra de Uribe, ni la paz de Santos, sino la vieja debacle. Esta generación mía, que ha llegado a la edad en la que es posible decir “cómo está de viejo Duque...”, experimenta en carne propia la extraña sensación de que un estudiante de media tabla sea ahora el que manda: “No puede ser...”. Y ya empiezan a llegarme los mensajes de esos optimistas virulentos que me exigen terminantemente “hacer país” en vez de andar diciendo que detrás de los masacrados en Arauca y los desplazados de la Sierra se encuentra el estruendoso e ignominioso fracaso de una política de seguridad que ya antes había fracasado.
Pero no: no es culpa de ningún mensajero que Colombia haya vuelto al viacrucis del Viernes Santo cuando estaba a punto del Domingo de Resurrección.
RICARDO SILVA ROMERO
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