No tiene nada de malo que la gente vote emberracada, como les gusta a ciertas figuras del Centro Democrático cuando se emborrachan, pero no tiene nada de malo si lo que emberraca es la verdad: no lo que la propaganda negra vaticina, que es un Apocalipsis a la carta, sino el país que está pasando en las propias narices. Por ejemplo el país de la violencia. Por ejemplo el país de la corrupción: la noticia de que un viceministro de obras del pasado gobierno recibió 6,5 millones de dólares por favorecer a la constructora brasilera Odebrecht en la licitación del segundo tramo de la Ruta del Sol; la colección de historias de horror sobre funcionarios torcidos; la sensación de que el Estado no solo es un botín, sino que se ha resignado a serlo, y los gobiernos han aprendido a sobrevivir con las monedas que caen por el camino que va de los bolsillos de los contribuyentes a los de sus ladrones.
Y la sospecha terrible de que pronto una universidad en Iowa o Arkansas probará que a los colombianos nos pueden robar –Portafolio calculó 20 billones de pesos por año– porque nos pasamos cinco años del total de los años de nuestras vidas haciendo vueltas burocráticas: nuestro infierno será contado en días hábiles.
Quién no es “candidato presidencial” hoy en día: esa es la pregunta. Hasta esta tercera semana de enero un profesor cansado de sus peleas, “¡silencio!”, podría llamarlos a lista así: Barguil, Barreras, Cárdenas, Córdoba, Cristo, De la Calle, Díaz-Granados, Duque, Fajardo, Galán, Iragorri, López Hernández, López Obregón, Morales, Navarro, Ordóñez, Petro, Pinzón, Ramírez, Robledo, Trujillo, Vargas, Zuluaga. Por supuesto, aún faltan dieciséis largos meses para esas elecciones, pero la campaña ha empezado ya porque se busca una persona que respete los acuerdos de paz; que insista en que hoy el gran enemigo de Colombia no son los fantasmas de las Farc, sino los corruptos; que no sea un señor feudal, ni un fanático ladino, ni un fabricante de “posverdades”, ni un heredero de la corrupción de siempre, ni un parásito oficial.
Espero que en la lista final de aspirantes no quepa ningún populista: ningún Maduro, ningún Trump. Pero sobre todo espero, y lo digo como rezando, que de la cuerda propuesta de la senadora Claudia López –de la idea de atar la campaña presidencial a la suerte de una consulta popular contra el hábito de la corrupción, de la idea de armar una coalición alrededor de la vieja idea de que los recursos públicos son sagrados– salga un candidato presidencial con el sentido común de un ciudadano. O sea: una persona que no se resigne a aliarse con esos caciques corruptos que se han tragado vivas sus regiones, e insista en librarnos de esta cultura de sobornadores y de sobornados, pero que también sepa que estamos lejos de haber pasado las páginas de la guerra: que haga de su campaña una campaña contra nuestra violencia.
Contra el secuestro, la extorsión, el reclutamiento de niños. Contra los asesinatos diarios de líderes sociales. Y la espeluznante certeza de que nadie está mirando.
Son los dos mandamientos de la ley de Dios que hay que cumplir: no robar, no matar. Pero en Colombia no solo ha sido una proeza cumplirlos, sino que incumplirlos ha sido una política que por momentos se ha tomado ciertas oficinas del Estado. Así que se busca para presidente a un equipo que no caiga en la tentación del mesianismo, ni vea el país con el deseo, ni repita el error de declarar indecente a quien no esté de su lado, como ocurrió en la emberracada y aleccionadora campaña del 2010, sino que sepa transmitir que estamos a tiempo de enmendarnos: matar puede ser imposible; robar lo público puede ser robarse.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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