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De la Calle

Esta campaña es un San Andresito en el que nadie sabe a qué grito mirar. Pero al menos está él.

Yo ya no me acuerdo de este país cuando no estaba en campaña. De la ola verde para acá, además, las elecciones han sido una trama de vida o muerte –Mockus iba a cambiar la ametralladora por el lápiz, Santos podía evitar que Zuluaga rompiera los diálogos con la guerrilla, el “sí” tenía la fuerza para detener la cultura de la aniquilación, Petro era el único que quedaba de pie para evitar que Duque reeditara la guerra, la consulta anticorrupción le llevaba la contraria a la sentencia “los pueblos tienen los políticos que se merecen”–, porque de la ola verde para acá hemos tratado de elegir gente seria que nos libre del fanatismo y se tome a pecho esta democracia y sepa que esta violencia nuestra y solo nuestra ha sido una política de Estado: “Seguridad democrática, confianza inversionista y coerción social”.
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Voy a votar por De la Calle este domingo, consciente de que hacerlo es una fortuna, pues ni siquiera él tiene ganada la elección y esto que está pasándonos es serio.
“Siempre fue ahora o nunca”, decía, en su novela, Rafael Baena, pero cada vez lo es más. Y De la Calle no está jugando a la política, no, no está dando codazos en tarimas, ni puede estar más lejos de esos mercaderes de votos que tienen sus sedes de campaña en las cárceles, ni va a andar por ahí, por los pasillos pegajosos del Congreso, pidiéndoles puesticos o platicas a ciertas manos derechas, sino que sigue liderando –y ahora busca hacerlo, con los verdes, desde el Senado– la política de la paz que ha liderado desde la inaudita Constitución de 1991 hasta el milagroso acuerdo del Teatro Colón.

Hay gente que cree que De la Calle fue presidente. Tendría que haberlo sido, claro, en un país cuerdo, pero este domingo es posible volverlo, al menos, el senador que pone las cosas en su sitio.

Ciertos políticos como ciertos influenciadores publican libros que en teoría confirman su seriedad, pero De la Calle no solo los escribe él mismo, sino que, de paso, lo hace con una voz descarnada y benigna que ya querría un escritor. En Revelaciones al final de una guerra (2019), su testimonio de los vaivenes de las espinosísimas y larguísimas y reveladoras negociaciones con las Farc, retrata con un extraño amor por el país esta tierra de fundamentalistas que se resisten con las uñas a creer en la convivencia. En Memorias dispersas (2021), un recorrido por su rebeldía de agnóstico desde los días de La Dolce Vita hasta las noches de la peste, arma un rompecabezas en el que cada pieza es una convincente defensa de la democracia en tiempos de tiranos que se les ríen en la cara a los derechos humanos.
Este país es un reguero. Esta campaña es un San Andresito en el que nadie sabe a qué grito mirar. Pero al menos está él.
Hay estupendas candidaturas al Senado: se me van viniendo a la cabeza Iván Cepeda, Carlos Negret, Angélica Lozano, Viviana Barberena, Iván Marulanda, María José Pizarro y Mábel Lara. Hay voces claras que pueden darle sentido a la Cámara: confío en que Diana Rodríguez, Julia Miranda, Jennifer Pedraza, Gabriel Cifuentes, Juan Carlos Losada, Fernando Rojas, Camila Quintana y Miguel Silva no sean influenciadores, sino representantes de la ciudadanía. Pero esta es una columna para De la Calle: mi voto por él, el único que tengo claro, es un voto por su vocación a corregirse a sí mismo, por esta vida suya que sigue reparando la nuestra, por su decisión, de demócrata, de lanzarse al Senado para darle fuerza a una fuerza mediadora que a pesar de su mentecatez es vital para el pluralismo, y por su resistencia contra esta política ad hominem –cuyo único argumento ha sido la ruina del rival– que ha saboteado el cambio desde el centro hasta la izquierda.
Hay gente que cree que De la Calle ya fue presidente. Tendría que haberlo sido, claro, en un país cuerdo lo sería, pero este domingo es posible volverlo, al menos, el senador que pone las cosas en su sitio en este lugar de vida o muerte.
RICARDO SILVA ROMERO
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