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¡Cállense!

Imaginaré que los alumnos de Caicedo confirmaron que aún vivimos en una cultura de la aniquilación.

De vez en cuando siente uno que no hay nada por hacer. Se van cerrando los cercos. Se van quedando los políticos nefastos porque su profesión es quedarse. Y aquellos todopoderosos que tendrán una vejez implacable, y que en estos tres años de toma del Estado colombiano han hecho lo posible y lo imposible para volvernos a reducir a la guerra contra las drogas, para humillar al periodismo que les llevaba las cuentas, para desmontar el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición que los ronda, y volver, en fin, de la Constitución de 1991 a la ley del talión, subrayan a diario su sentencia escalofriante e inapelable: “¡Cállense!”. Si no es así, si no es lo suyo callar las preguntas y las cifras, por qué diablos se les fue el fin de semana en la empresa de linchar a la profesora caleña Sandra Ximena Caicedo.
Supieron que Caicedo propuso a sus estudiantes de noveno grado una serie de preguntas sobre los 6.402 colombianos –inocentes e indefensos– asesinados con crueldad banal por ciertos miembros del Ejército. Eran preguntas buenas e importantes: desde “¿qué es un falso positivo?” hasta “¿por qué es tan necesario que se sepa la verdad de lo que pasó en el conflicto armado colombiano?”. Tenían hasta ayer para contestarlas, pero algunas voces en las redes sociales, que vaya usted a saber cómo terminaron con el taller de la maestra en sus manos, no solo se apuraron a reducirlas a “adoctrinamiento”, “sindicalismo”, “politiquería”, sino a publicar la foto de la profesora como un cartel de ‘se busca’: “El Ejército tiene obligación de dar de baja terroristas”, tuiteó un indignante señor indignado, “sea hombre o mujer, esté en el monte o esté en las aulas”.
Voy a suponer que todos, de derecha a izquierda en la plaza de la democracia, estamos de acuerdo en el mandamiento “no matar”. Voy a asumir que nos ensombrece cada vida talada a sangre fría. El coronel Rincón habló a la JEP de cómo hacia el año 2006 fue lo común prometerles “un dinero rápido” a muchachos de Soacha o de Ciudad Bolívar que acabaron siendo asesinados en falsos retenes: “¿Cómo va a aportarle a la guerra?, ¿cuántos muertos va a poner?, ¿por qué no saca unos tipos allá de la morgue, los viste con uniforme y los reporta como resultados?”, le preguntó su general, más o menos en broma, como un oficinista al lado de la greca. Voy a creer que nos estremece un Estado reducido a empresa en el que –tal como lo describe Gabriel Bustamante en un texto para la revista Sur– pudo planearse y ejecutarse un exterminio “bajo un modelo de gestión de resultados” digno de Excel o PowerPoint.
Voy a imaginar que desde el viernes pasado, ante la noticia de semejante linchamiento en el paredón de las redes, las alumnas y los alumnos de la profesora Caicedo han podido confirmar con sus propios ojos que seguimos viviendo en una cultura de la aniquilación. Ojalá hayan hecho la tarea a conciencia. Ojalá no hayan sacado la moraleja del odio o de la venganza, sino la conclusión de que no podemos insistir en una sociedad de gerentes que –por ese miedo patológico a hacer política: a negociar con Estados Unidos el fin de la guerra contra las drogas, a debatir, a decir la verdad, a cumplir la democracia– siga pensando que “lo práctico” es acabar con todo: el día del fin del mundo, cuando escuchen la pregunta de por qué tanta violencia contra todo lo que respiraba, los tecnócratas responderán “es que era el mal menor”.
De tanto en tanto siente uno que no queda nada por hacer. Pero yo no creo que sea poco levantarse al día siguiente, ni negarse a aportarle a la guerra un solo lapidado, ni seguir contestándonos las más duras preguntas de la historia hasta que sea el pasado nuestro que no ha podido ser.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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