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Cabañuelas

Una vez más seremos definidos por esta relación viciosa e hipócrita con la violencia.

Yo no sé si las viejas cabañuelas todavía predigan los doce meses que nos esperan. Pero los primeros días de 2019 sí que han dejado en claro que, venga la sequía o venga la tormenta, seguiremos soportando en carne viva esta violencia colombiana que se da porque se puede dar. Porque nadie la para. Porque, mientras la droga no deje de ser el negocio que es y la tierra no deje de ser el lío de fondo, aquí se darán los lejanos oestes sin dioses ni leyes ni fantasmas que hagan pagar a tantos verdugos –a tantos despojadores, a tantos desplazadores, a tantos rebuscadores de oro– que andan por ahí encogiéndose de hombros porque Colombia es así: “No es nada personal...”.
Del 1.° al 6 de enero seis líderes sociales fueron asesinados con sevicia aquí en Colombia: el músico Gilberto Valencia, presidente de una junta de acción comunal en Suárez, Cauca, recibió un disparo en la cara el martes 1.°; el veedor Jesús Perafán, fundador de una organización social en Caicedonia, Valle del Cauca, fue asesinado el miércoles 2 en su casa; el defensor de los derechos humanos Wilmer Miranda, miembro de la asociación de trabajadores campesinos de Cajibío, Cauca, fue acribillado por cuatro hombres el viernes 4; el veterano José Solano, jefe de la junta de la vereda Puerto Jobo, en el bajo Cauca antioqueño, murió a tiros en su puerta cuando empezaba la noche; la desplazada Maritza Quiroz, de la mesa de víctimas de Santa Marta, fue asesinada el sábado 5 en su propio refugio; el combativo Wilson Pérez, defensor de la sustitución de cultivos en Hacarí, Norte de Santander, esa misma tarde fue llevado al hospital después de un atentado brutal, pero perdió la vida el domingo 6.

Seguiremos soportando en carne viva esta violencia colombiana que se da porque se puede dar.

Y así, según una angustiada e indignada Defensoría del Pueblo que todo el tiempo pide al Gobierno medidas de protección, se ha llegado a la espeluznante cifra de 438 líderes sociales asesinados desde enero de 2016 hasta enero de 2019.
Yo no sé qué tanto den en el blanco de hoy las milagrosas cabañuelas de hace siglos. Pero el cruel arranque de este año ha avisado que una vez más seremos definidos por esta relación viciosa e hipócrita con la violencia. Que es sin duda una herencia. Que es una vocación a aniquilar al otro como si el otro fuera la excepción a la regla: un tirano que mereciera ser aniquilado. Que es una fuerza monstruosa y está en todas partes: se oye y se ve y se padece a diario, en las redes colombianas, aquella rabia ciega que ya ni siquiera se da cuenta de que no es un valiente llamado a la justicia social, sino ese fanatismo que tarde o temprano encuentra razones para más y más violencia: los mismos de siempre nunca saben que lo son.
Y se pregunta uno si estos ángeles exterminadores de las redes se estarán ahorrando la terapia a costa nuestra o si estarán sirviéndole a este clima atroz en el que la lengua de la violencia va tomándoselo todo y va encontrándose una función: “Tocaba...”. Y se pregunta uno si los unos y los otros, de aquí a que la impunidad no sea la regla, de aquí a que sea desmontada la prohibición que engorda a los traficantes e incendia la tierra, de aquí a que acabemos de armar el rompecabezas del Estado –de aquí a que se den los milagros que de tanto en tanto pasan–, seremos capaces de vencer los presagios de estos primeros días de enero: de prohibirnos el oficio de matarnos.
Yo digo que sí. Que sí podemos marchar, pararlo todo, hablar de eso y solo de eso, para hacer algo con esta impotencia que apenas se entera del asesinato a sangre fría de hoy y para que el exterminio de los líderes sociales termine alguna vez. Pero yo también creo –advierto– que Trump se va a caer y que Maduro ya no va a aguantar y que la vida puede volverse el pacto que no hemos sido capaces de cumplir.
www.ricardosilvaromero.com
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