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¡Ateo!

Ordóñez no es una anécdota sino un espectáculo que repite las estrategias de películas taquilleras.

Yo creo en algo como un Dios, pero no sé. Mi papá contaba de tanto en tanto que el físico danés Niels Bohr no era supersticioso, pero que, ya que hay verdades tan hondas que lo opuesto también es cierto, tenía una herradura colgada en su puerta “por si acaso”. 
Desde hace veinte años me he dedicado al oficio de escribir, que para mí es el oficio del drama, que es, de cierto modo, la fe en que todo pasa por algo y para algo. Ser ateo, sin embargo, no me parece un desatino ni una afrenta. Y pienso que si un hombre se atreve a acusar a otro de ser un “ateo confeso”, como el exprocurador Ordóñez acusó al ministro de Salud, Alejandro Gaviria, la semana pasada –y qué si lo dijo, y qué si lo es–, es porque no cree que la política sea la transformación de la vida de la ciudadanía, sino el imperio de la muchedumbre.

Lo más peligroso
de aquel exprocurador con ínfulas de ángel exterminador es que en un país hastiado e incendiado como este ese fervor inescrupuloso puede llevarlo lejos

Ordóñez parece un chiste, pero no lo es. Ordóñez tiene empaque de candidato delirante, porque es capaz de preguntar en tirantas si “¿dejaría usted la salud de su familia y la educación de sus hijos en manos de un ateo?” –y entonces recuerda uno aspirantes presidenciales como el señor que se disfrazaba del Zorro, y el compositor de 'Yo me llamo cumbia', y el sabio que proponía sus patillas como un antídoto contra los bigotes de los líderes tradicionales, y piensa si todo ha sido un sueño–, pero lo más peligroso de aquel exprocurador con ínfulas de ángel exterminador no es que crea en lo que cree, ni que reciba órdenes del reino de los cielos, sino que en un país hastiado e incendiado como este –el peor legado de sus aliados y de sus rivales– ese fervor inescrupuloso puede llevarlo lejos.
Ya sé. Cuando aún abusaba de su poder, que era enorme, Ordóñez persiguió con antorchas derechos de vida o muerte como el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, la adopción homoparental, la educación sexual –en suma: el sentido común– como si su Dios estuviera por encima de nuestras sentencias. Trató de reducir a pecados temas que el ministro Gaviria, serio, sensato, fundado, ha conseguido elevar a asuntos de salud pública. Dejó su cargo justo cuando iban a sacarlo por haber sido reelegido de forma corrupta. Ha repetido sin sonrojarse la tesis de que Colombia es hoy una dictadura venezolana. Ha denunciado una conspiración gay y guerrillera y atea, que si en verdad cree que existe estamos en problemas. Ha celebrado a Trump como un Trump. Ha invitado a sacar al presidente Santos “a patadas”.
Pero ciertos lectores del párrafo pasado, demasiados, dirían que es un párrafo sobre sus logros.
Ordóñez no es una anécdota sino un espectáculo –lo que los creadores del “empoderamiento” llamarían “una narrativa”– que repite las estrategias de las películas taquilleras: érase una vez un país de Dios acechado por los enemigos de “la familia”. Y que no es cualquier tontería en esta Colombia que confunde vida con viacrucis, que sigue siendo el séptimo país más católico del mundo, que cobró caro al candidato Antanas Mockus que respondiera “no me la ponga tan difícil” cuando le preguntaron si creía en Dios. Quizás Ordóñez no llegue más allá. Pero su moralismo rampante va a seguir calando en los que no soportan esto más. Y es hora de que los demócratas, que se niegan a caer en lo que Gaviria llama “la fracasomanía”, se tomen a pecho la desazón, la ira, la fe.
Ordóñez es lo que pasa mientras los liberales matonean a los liberales, y los jóvenes descansan. Cuentan que la semana pasada 100.000 jóvenes, arrepentidos por los resultados del brexit, se registraron para votar en las elecciones anticipadas de Inglaterra: algo así tendrá que pasar aquí si queremos impedir el regreso del populismo. Qué miedo estar en manos de los jóvenes, pero en manos de los jóvenes estamos.
RICARDO SILVA ROMERO
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