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Adultez

Hay que cortarle el paso a esta cultura que cree que matar no es quitar la vida, sino abrir trocha.

En Colombia se mata como si la ley lo protegiera. Si no es así, si no es que aquí los verdugos dan por hecho que asesinar es una alternativa y caerá quien pise sus dominios y no tema, entonces por qué el sábado 8 de agosto les dispararon a Cristian Caicedo y a Maicol Ibarra cuando pasaban en puntillas por una zona de combate para entregar una tarea en su colegio de Leiva, Nariño; por qué el martes 11 fueron encontrados en un cañaduzal en el barrio Llano Verde, en Cali, los cuerpos torturados de los quinceañeros negros Juan Montaño, Jair Cortés, Jean Perlaza, Leyder Cárdenas y Álvaro Caicedo; por qué el domingo 16 unos encapuchados al servicio de este fiasco humano acribillaron, en una casa en la vereda Santa Catalina, en el municipio de Samaniego, Nariño, a los muchachos Óscar Obando, Laura Melo, Jhon Quintero, Daniel Vargas, Byron Patiño, Rubén Ibarra, Elián Benavides y Brayan Cuarán.
Yo no sé qué más vamos a hacer para cortarle el paso a esta cultura que suele convencerse de que matar no es quitar la vida, sino, acaso, abrir trocha. Yo no sé si de aquí a que yo sea viejo seremos capaces de quitarnos de encima la prohibición que ha exacerbado nuestro conflicto inmortal, y ha reducido las dos mil masacres de estas décadas, los novecientos asesinados a unos pasos de sus casas y las quince mil víctimas de violencia sexual a daños colaterales de una guerra declarada mentalmente, pero hay que insistir en la vida: tenemos que seguir pegando el grito contra el horror, por los hijos y los hijos de los hijos, pues solo unos pocos afortunados pueden permitirse el lujo de ser pesimistas. Y lo digo así, en plural, “tenemos que...”, porque el liderazgo no va a venir de afuera: de esta presidencia, por ejemplo.
Que sí cree en mesías. Que se pasó la semana del desangre señalando a todas partes. Vio a sus partidarios echándole la culpa de todo al gobierno anterior. Pidió alivio al Señor Caído de Monserrate: “Ponemos en tu providencia los dolores de esta dura pandemia de la que pronto saldremos victoriosos”. Rogó al vicepresidente gringo que reclamara a nuestra Corte Suprema la libertad de un expresidente que suele asociar con la guerrilla –en esa voz alta que ha acabado tan mal– a todo joven que le estorbe. Firmó con los Estados Unidos de Trump un nuevo capítulo del “Plan Colombia” como una prórroga del desarrollo de la guerra contra las drogas. Cumplió con la peligrosa e injusta tradición de delegar lo indelegable a las Fuerzas Armadas: “Ordené a los generales Zapateiro y Vargas que se desplacen a la zona”, tuiteó el Presidente ante la noticia de Samaniego, “vamos a llegar al fondo y dar con los autores de este crimen”.
Se echó la culpa a los demás, se rogó a la Providencia, se trajo a la gresca al amigo matón que sabe pelear, se mandó al Ejército a seguir fingiendo que esto se reduce a problema de orden público, pero, como si la adultez no estuviera entre los planes, ni siquiera se simuló el acto de asumir la responsabilidad. Por eso no les gustan los procesos de paz: no porque montarlos sea rendirse, ni sea darles un respiro a los victimarios, que no es lo uno ni lo otro, sino porque implica reconocer que Colombia sí es un problema político, sí es un trastorno social, sí es una negación estatal, sí es una democracia a sangre y fuego, sí es una traición a sus territorios, sí es el error, cometido una y otra vez, de dejarse atrincherar, de dejarse callar, de dejarse gobernar por niños que desprecian la juventud bajo la mirada de un Señor Caído que les permite seguir sintiéndose mejores.
No tiene por qué seguir siendo así. No estamos condenados a imitar la irresponsabilidad de estos caudillos. No es necesario ni inevitable que un pueblo crea en falsos héroes.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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