Desde el viernes 1.º de enero los profetas del mundo empezaron a susurrar que este 2016 iba a volverse el peor año de los últimos tiempos, pero solo unos cuantos aguafiestas previeron que el clímax de la historia –el martes 8 de noviembre a las once de la noche– iba a ser el triunfo en las urnas del embustero Donald Trump, rey y bufón a un mismo tiempo. Por supuesto, el resultado probó por enésima vez que la democracia es un riesgo que hay que correr pero es un riesgo al fin y al cabo; que suele olvidarse que las sociedades no suceden solo en sus discursos y en sus academias y en sus medios y en sus redes, y el mundo es lo que pasa mientras ciertos liberales cazan brujas –mientras señalan con el dedo a los menos liberales, a los más bienpensantes– y se regodean en el fracaso de la especie: también la inteligencia puede ser inútil.
Fue clarísimo el martes pasado, en fin, que los países son un pulso, una partida de equipos que cambian todo el tiempo.
Y sin embargo el editor del New Yorker tituló ‘Una tragedia americana’ su reacción a la perturbadora elección del fanfarrón de Trump –que había amenazado con no reconocer los resultados– como si para la otra mitad de la gente no hubiera sido una comedia: un final feliz. Porque el talón de Aquiles de los progresistas, que en resumidas cuentas llaman a sus sociedades –llamamos a nuestras sociedades– a ponerse en los zapatos de los otros, tiende a ser esta incapacidad para entender sin superioridades a quienes reclaman a la defensiva su derecho a proteger lo suyo: es un gran chiste la escena de 'Todos dicen te quiero', la comedia de Woody Allen, en la que un padre demócrata recibe feliz la noticia de que su hijo era republicano porque tenía un tumor en la cabeza, pero es un gran chiste porque solemos confundir a los conservadores con los enfermos, y caemos en la ridícula tentación de decretar la tolerancia.
Habría que decir sin embargo que, si bien no es necesariamente cierto que sea “el ignorante” quien vota por salirse de la Unión Europea o por el “no” al acuerdo de paz o contra la mil veces mejor Hillary Clinton, sí es verdad que la educación da algo que perder en este mundo, y hace buenos perdedores, y pone de acuerdo a los antagonistas en el respeto por las leyes, por las libertades, por la vida. Dice un espía en la quinta temporada de Homeland que un pueblo tiene dos caminos nomás: la educación o el exterminio. Y sí, es la educación la que matiza, la que se ríe, la que desconfía del fanatismo, la que descarta de plano el populismo, la que respira hondo antes de actuar, la que sale a votar y se niega a elegir como presidente a un embaucador que es además un exhibicionista, un abusador en paz consigo mismo.
Y si acaso el pícaro gana, que las sociedades se dejan timar cuando los hastiados son un poco más, la educación pone los pies en la realidad y se repite “de malas: son las reglas de este juego” con el estómago revuelto y los nervios de punta.
Y como votar no es el fin del trabajo, ni un presidente es un rey, al día siguiente de las votaciones la educación se dedica a la resistencia: a vigilar, a denunciar, a protestar, a preservar su historia.
Sí que ha sido siniestro este 2016: una insoportable e interminable prueba para los nervios. Pero más nos vale sacarle moraleja –que no hay que tolerarle a ningún farsante de ningún partido que explote la adicción al odio, que no hay que permitirle a ninguna sociedad que trate a las mujeres como cuentas pendientes ni a las minorías como usurpadores ni a los inmigrantes como plagas, pero que es hora de que la política deje de tomarnos por sorpresa– pues solo quedan cincuenta días de este traicionero año bisiesto, pero su legado incierto está por verse.
Ricardo Silva Romerowww.ricardosilvaromero.com
Comentar