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Colombia, un año después: ¿dónde estamos?

Pese a los avances, los asesinatos de defensores de DD. HH. están alarmando al mundo entero.

Se acaba de cumplir un año de la aprobación de los acuerdos de paz en Colombia y la paz avanza afortunadamente. Pero hay también una serie de problemas que nos obligan a mantenernos alerta.
Entre los elementos positivos destaca en primer lugar el hecho mismo de la aprobación de los acuerdos de paz. Tras el negativo resultado del referéndum del 2 de octubre del 2016 pocos hubieran creído que en un tiempo récord sería posible concitar la voluntad política suficiente para modificar los acuerdos incorporando algunas de las exigencias de los partidarios del No, y aprobarlos el 1.° de diciembre de ese mismo año. Al día siguiente del referéndum de octubre, muchos analistas vaticinaron un estancamiento de difícil solución, o dieron por muerto el proceso: es un alivio comprobar que esos negros pronósticos no se han verificado y que, de hecho, los acuerdos están siendo implementados, aunque con dificultades.
Otro elemento positivo en el plano práctico es la desmovilización y desarme de las Farc, que han culminado su reconversión en partido político. Este proceso ha llevado incluso a la UE a sacar a las Farc de su lista de organizaciones terroristas. Por último, hay que congratularse de que la otra guerrilla aún activa en Colombia, el Eln, haya empezado conversaciones con el Gobierno y declarado un alto el fuego que en principio se prolongará hasta enero del 2018, si bien sería deseable que continuase más allá de esa fecha.
No obstante, pese a todos estos indudables avances, persisten los motivos de preocupación en tres esferas principales: la primera resulta especialmente preocupante por sus repercusiones y porque, si no se ataja cuanto antes, puede dar lugar a una situación endémica de difícil corrección. Y es que cuando un Estado está ausente de una parte de su territorio, en el vacío que se produce proliferan mafias y grupos violentos, que acaparan recursos y ponen a la población a su merced. Hemos visto esta evolución en otros lugares. En Colombia, esos espacios de los que las Farc se han ido pero en los que el Estado aún no está presente, están siendo ocupados por el narco, con el apoyo de mafias. El resultado es un aumento de la violencia y de las violaciones de derechos humanos en estos territorios a lo largo del último año. Los asesinatos de defensores de derechos humanos, líderes comunales o simplemente agricultores, están alarmando al mundo entero.
Esta situación está ligada al auge de los cultivos de coca que se ha producido en ciertas zonas, y que el Gobierno colombiano tenía el propósito de erradicar progresivamente mediante la sustitución por otros cultivos. Su objetivo era llegar al 2018 con una tasa de sustitución del 50 por ciento. Sin embargo, hasta el momento, se han erradicado menos del 5 por ciento de las plantaciones a través de este mecanismo. El problema de emplear una estrategia “dura” en lo relativo a los cultivos de coca es que deja a los campesinos entre la espada del narco y la pared de la coerción gubernamental, en zonas donde el Estado no cuenta con la presencia ni los medios necesarios para respaldarles ni defenderles.
El segundo bloque de problemas es el económico, que afecta a todos los niveles, incluida la lucha contra el tráfico de drogas. Las necesidades de inversión pública son enormes. Simplemente para hacer caminos de acceso a las zonas más recónditas del territorio. Pero sobre todo para compensar a los casi nueve millones de víctimas del conflicto, especialmente a los desplazados y a las víctimas directas de la violencia.
La reincorporación de la guerrilla a la sociedad civil es otro de los aspectos que avanza con dificultad. En principio, los miembros de las Farc desmovilizados fueron concentrados en centros, en donde estaba previsto que recibieran adiestramiento en habilidades básicas para la vida civil y formación profesional de algún tipo, con el fin de ayudarles a encontrar un empleo. Estas expectativas no se han cubierto en la medida deseada, y la falta de fondos es una de las causas.
Para superar todos estos problemas es crucial la aportación financiera de la UE y del resto de actores internacionales que están apoyando el proceso. Aunque el Fondo Fiduciario europeo es una aportación importante, hará falta más ayuda internacional.
La última gran dificultad estriba en el ambiente político reinante en Colombia. El uribismo ha logrado dividir por la mitad al país y crear una fuerte corriente de opinión contraria al proceso de paz. Asimismo ha conseguido hacer saltar por los aires a la coalición de fuerzas que apoyaba los acuerdos, de modo que todas ellas concurrirán por separado en los comicios del 2018: recordemos que en marzo hay elecciones parlamentarias y en mayo, presidenciales.
Esa serie de comicios pueden ralentizar el proceso de paz y en algún caso incluso cuestionarlo. Si antes de las elecciones presidenciales del 2018 no se ha logrado poner en marcha las principales instituciones de la justicia transicional, no habrá garantías ciertas de la continuidad del proceso de paz. Y en este campo es donde más dificultades de comprensión social ofrece el proceso. Muchos colombianos que viven en las grandes ciudades se resisten al perdón. Pero la paz exige una justicia generosa, y este proceso se basa más en la reinserción social que en la justicia vengativa.
La paz en Colombia depende, desde luego, de los colombianos, pero no solo. Europa debe seguir ayudando; la comunidad internacional, especialmente EE. UU., también. De todos nosotros depende que el fin de las guerrillas en Latinoamérica sea una realidad y que la política y la democracia en paz sean el único marco para superar diferencias y lograr progreso y justicia.
RAMÓN JÁUREGUI ATONDO
Eurodiputado. Copresidente de la Asamblea Parlamentaria Eurolatinoamericana (EuroLat)
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