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¿De dónde nace la unión?

Ser parte de esta apasionante historia le exige a cada individuo sanar sus heridas.

Pedro Shaio
Consideremos la característica prototípica de cada colombiano, o sea, el conflicto. Vivimos en función de conflictos personales, económicos, políticos, sin saber superar ni sanarlos. Como que tenemos grietas en el ser.
El fundamento de esto es la grieta que originó la Conquista: entre peninsulares y nativos, finqueros y peones, terratenientes y comerciantes, centralistas y federalistas, religiosos y laicos, ricos y pobres.
Más bien, concibamos esta nación como un territorio con una población. Porque en este millón ciento cuarenta y un mil kilómetros cuadrados tenemos que vivir todos.
Para vivir en paz y prosperar, conviene racionalizar el uso de esta riquísima geografía, a partir de la tierra, la distribución de la población y el mejor uso de los recursos.
Existen herramientas para captar y racionalizar situaciones complejas y traducirlas a conceptos y a series escalonadas de políticas y prácticas –con el orden que confiere un correcto proceso de planificación– y así maximizar el bienestar de los colombianos. En últimas, todos ganamos si abordamos la realidad usando la razón.
Desde la ciencia natural y la social, la matemática y la cibernética, nace entonces una imagen de país, el que más nos conviene a todos. En este sentido participo del ilustrado cientifismo de Carlos Lleras, Hernán Echavarría y Rodrigo Botero. Es decir que una recta consideración es capaz de indicar qué hacer.
Pero para poder participar en un país racionalizado, cada persona tiene que cerrar sus grietas, las heridas del pasado que se manifiestan en cualquier defecto, en especial la incapacidad de vivir en armonía. Solo así venceremos el legado de grietas que dejó esa Conquista, la de una madre patria traumatizada por su propia Conquista de seis siglos, la impuesta por moros y judíos.
Porque la España de aquel siglo anterior al Descubrimiento fue tremenda. La historia lo atestigua. Entonces, al principio, los que vinieron a América fueron los más salvajes, los excluidos, desubicados, desheredados, ambiciosos. Y mis congéneres judíos de España.
No puede ser un accidente el año de 1492, que vio el Descubrimiento y a la vez la expulsión de los judíos sefardíes. Muy poco después, en 1510, vino la descripción de Copérnico del sistema solar, ya vislumbrada en la antigüedad griega y árabe. O sea, hubo un don triple: un nuevo mundo; un pueblo experto migrante y creador de riqueza, origen de la mitad de la élite, y un universo material nuevo.
Y después de que murieran de una manera u otra nueve de cada diez nativos, se dio un proceso de integración entre personas de muchas comarcas hispanas y muchos pueblos indígenas. Algo que ha durado medio milenio.
Pero esa historia obra como una herida en el ser, lo agrieta, pues un proceso de mestizaje así de veloz produce inmensos traumas, simplemente porque constituye una intervención de alto voltaje en unas culturas aisladas apenas salidas del Medioevo y otras aún sumergidas en su antigüedad (las americanas), llevándolas –y a la velocidad antropológica del rayo– al estado de una masa. Esa es la fundamental violencia colombiana. La mismísima historia.
Al cabo de tres siglos, Bolívar luchó por fundar una nueva civilización con esta población. Sin embargo, ya en Jamaica en 1815, vislumbró que el proceso tardaría doce generaciones en cuajar.
“Qué algarabía”, pensó.
Pero ahora culmina y se cumple esta historia de quinientos años. Ahora nace este hombre Homo sapiens sapiens bolivarensis, ya no heredero de nada sino mujer nueva, hombre nuevo.
Para cada individuo, ser parte de esta apasionante historia le exige volverse consciente de sus heridas y sanar sus grietas. Curarse y llegar a la unidad personal. A la integridad.
De ahí puede venir la unidad nacional.
Y de ahí, la grandeza de Colombia.
Pedro Shaio
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