En esta época de vacaciones escolares, viajé con mi familia por el país con la idea no solo de descansar, sino de poner un granito de arena para que las personas que viven del turismo empiecen a ver algo de reactivación. Así que hicimos un recorrido y encontramos evidentes heridas sociales desde la pandemia, y hoy creo oportuno traer algunas historias de persistencia.
Arribamos a Barranquilla desde Bogotá. Y en automóvil alquilado viajamos hacia Valledupar, no sin antes recorrer la Arenosa. Al cruzar el nuevo puente Pumarejo nos detuvimos en el puesto de la señora Ana a tomar agua de coco. Ana lleva dos meses con un puesto subarrendado y permanece bajo el sol y el calor unas 10 horas. Pero aun así, tiene que vender unos doce cocos al día para ganarse 900.000 pesos mensuales, pagar el arriendo y vivir. Desde la pandemia no pasa mucha gente y hay otros puestos a su alrededor compitiéndole.
En Valledupar, el turismo aún no regresa; el Festival Vallenato se ha hecho virtual, y este año no fue la excepción. Algunos restaurantes reabren y la ciudad lentamente recobra su aire festivo bajo una nueva realidad. Luego pasamos unos días en Cartagena. Allí, las historias de persistencia fueron estremecedoras.
El Santísimo es un restaurante que visito cuando voy a esa ciudad. En los últimos 15 años vimos cómo creció y cambió de sede, pero hoy es más pequeño. Su dueño intentó mantener el lugar y los empleados los primeros seis meses, pero los costos fijos de un arriendo de 40 millones de pesos y la nómina de 70 empleados lo llevaron a cerrarlo. Con dolor, debió destruir 30 años de trabajo. Entregó el local, prescindió de 50 personas, dejando en su equipo principalmente a mujeres cabeza de familia. Para intentar mantener su nómina dio clases de cocina y gastó sus ahorros. Las ventas a domicilio no eran grandes, apenas le generaban unos 2,5 millones de pesos al mes, con lo cual no cubría los gastos y se atrasó con los pagos, pero su equipo fue comprensivo con la situación. Ahora la ciudad ha vuelto a abrir y el sitio renace.
Silverio, un pescador de las islas del Rosario, también me sorprendió. Vive de la pesca artesanal desde hace años. Por ser informal y no tener ningún tipo de registro de negocio o cooperativa, vivió en las islas siete meses sin recibir ingreso. Así que el alimento lo proveyó la mar y el resto de las necesidades se atendieron con la cooperación de los isleños, unas 1.300 personas. Hoy pesca unos cuatro animales, en promedio logra vender unos tres al día. El cuarto queda para su alimento. Llevaba meses sin ingresos y, al igual que quienes habitan Cartagena, espera con anhelo el regreso de los turistas nacionales y extranjeros.
Finalmente, pasamos por Medellín y Guatapé. La primera es una ciudad vibrante en el ámbito de los negocios y la vida social. Hoy se ve serena, tranquila. Por ejemplo, Pies Descalzos, un parque emblemático, tiene abiertos solo dos locales de los más de 10 espacios disponibles para el comercio. Y Guatapé, municipio turístico, intenta que sus artesanías y manualidades se vayan en el bolso de quienes lo visitan. Los artesanos hablan de que están recibiendo sus primeros ingresos en muchos meses, pero dicen que están contentos de tener nuevamente visitantes.
Ya han pasado 10 días desde nuestro regreso, y estamos sanos. Fuimos cuidadosos con los protocolos de bioseguridad, no solo nosotros, sino quienes nos rodearon. Hemos regresado de este viaje con una mayor conciencia de que nuestras acciones impactan la vida de otras personas, pues compartimos, locales y viajeros, un poco de esperanza, la esperanza de que la nueva realidad nos permitirá no solo persistir, sino reconstruir.
PATRICIA RINCÓN MAZO