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¿Inclusión vs. objetividad?

Las acciones positivas para la inclusión de mujeres no pueden posponerse tras el escudo de la ley.

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Corría el 1997 cuando fui interpelada por primera vez con respecto a mi voz como mujer intelectual. “¿Qué?” –pens鬖. Yo era la tercera generación con formación profesional, mis modelos femeninos eran mujeres hechas por su propia mano, autosuficientes e incluso proveedoras.
A mi juicio: las reivindicaciones paritarias en la universidad bogotana en los 90 eran ya materia olvidada. Sin embargo ni siquiera hoy, 21 años después, esto es así. Tras un análisis de la Red Colombiana de Mujeres Filósofas basado en las plantas profesorales de los programas de filosofía de al menos una docena de universidades colombianas, la distribución paritaria alcanza un 40 por ciento en el mejor de los casos, la media está en el margen del 20 por ciento y hay departamentos de universidades públicas que no llegan ni al 10 por ciento.
Hoy me pregunto de qué se nutría mi ilusión. En primer lugar sé que tenía miedo. Cuestionar todo el lecho sobre el que corre nuestro discurso es difícil; más cuando ese lecho está hecho de creencias intelectualmente forjadas: es sencillamente desestabilizador. Sin duda la más vilipendiada de esas creencias es la objetividad: el sesgo de género se ha esclerotizado al punto que ya ni siquiera se diagnostica bien. También huía a la responsabilidad. Yo, en esa posición de privilegio, podía ver el fraccionamiento de ese lecho así como sus anquilosadas cargas y debía actuar.
Desde mi posición de filósofa, me ha costado mucho –personal e intelectualmente– aceptar que esa asepsia no existe y que no es deseable ni política y moralmente. El filósofo no debe estar encerrado en su torre de marfil –i.e. en su gabinete de universidad– refugiado tras una objetividad antibacterial. Todo intelectual, sobretodo un profesor, debe abandonar esa cuestionable imparcialidad para defender con decisión, consistencia y racionalidad aquello que su entorno exige para mejorar. Quién sino el filósofo está llamado a la transformación.
Ahora de nuevo me interpela la coyuntura y siento que mi voz –mía, ahora sí, después de 24 años en la universidad como estudiante, profesora y colega– se debe escuchar. Las acciones positivas para la inclusión de las mujeres no pueden posponerse tras el escudo de la ley o de una pretendida objetividad. Diseñar políticas, concursos, convocatorias, enfocadas específicamente en su inclusión no es inconstitucional, como tampoco lo es la ley de cuotas en los cargos de dirección o las políticas de compras estatales que favorecen explícitamente –en un mercado globalizado– la manufactura nacional.
No creo que haya que justificar esta discriminación positiva. Pero si fuera el caso, basta con examinar las cifras. En casi todos los escenarios –pregrado y posgrado– las mujeres estudiantes constituyen la mitad más uno de la población. A su vez las profesoras que engrosan las cifras ya mencionadas no llegaron allí porque la universidad privada haya decidido conscientemente cerrar las brechas, están ahí porque esa presencia, alcanzada por mérito propio, es una realidad que ya no se puede ocultar más.
ANDREA LOZANO-VÁSQUEZ
*Filósofa, Universidad de los Andes
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