No se trata de cinismo, ingenuidad o retórica. La pregunta va en serio. Uno puede responder que sí o que no. Pero entonces tiene que estar dispuesto a asumir las consecuencias. Todo depende de si reconocemos, con sinceridad, que el mal también tiene un lugar dentro de nosotros. Los que se tienen por puros e inmaculados verán con total claridad el mal en los demás, solo en los demás. Esa es la vía más fácil, la más equivocada y, socialmente hablando, la más peligrosa.
Pero el mundo no se divide entre buenos y malos. Si así fuera, sería demasiado fácil comprenderlo. Si aceptamos que el mal también habita dentro de nosotros, el asunto se verá diferente. Si todos albergamos un monstruo por dentro, así sea pequeño, la diferencia entre buenos y malos será más de grado o intensidad, nunca de género o especie. Desde ese horizonte, la vida y obra de Fiódor Dostoievski (1821-1881) tienen mucho que decirnos. El escritor ruso, que con 25 años de vida comenzaba a cosechar importantes éxitos literarios con su novela epistolar ‘Pobres gentes’, acabó involucrado en una serie de eventos y conspiraciones que lo llevaron a pagar cerca de 5 años de trabajos forzados en una cárcel de Siberia. Allí tuvo que conocer, convivir y trabajar con muchos que eran considerados los peores criminales, asesinos, violadores y bandidos de toda Rusia. Gente mala.
Su novela ‘Recuerdos de la casa de los muertos’, publicada en 1861, ofrece un conmovedor testimonio de mucho de lo que ocurrió durante esos cinco años en el alma de quien habría de convertirse en uno de los más penetrantes narradores de las profundidades psicológicas y espirituales del ser humano. El autor ruso salió de la cárcel transformado. Era otra persona. Su concepción del mundo, del ser humano, de Dios y de Rusia habían cambiado por completo. ¿Qué había sucedido?
Algo sencillo y a la vez perturbador: Dostoievski descubrió que no hay gente mala, totalmente mala –como tampoco hay gente buena, totalmente buena–. Descubrió que sí, que efectivamente existe una frontera categórica que separa el bien del mal, pero que esta jamás coincide con fronteras nacionales, políticas, religiosas, de clase social, y mucho menos con las fronteras o con los muros de una cárcel. Más aún: descubrió que entre el mal y el bien hay una batalla, atroz si se quiere, pero que esta solo tiene lugar en el centro del corazón humano.
Eso le permitió descubrir personas donde antes solo creía poder ver criminales, vislumbrar seres nobles y generosos atrapados y enredados en circunstancias tan complejas que solo Dios podía conocer. En el ‘Diario de un escritor’ (febrero de 1876), Dostoievski escribió: “Todos somos buena gente, aparte de la gente mala, por supuesto”. Y añadía: “Es posible que no tengamos, tal vez, ninguna gente mala, tengamos solamente canallas. No hemos crecido lo suficiente para tener gente mala”.
La diferencia entre canallas y gente mala puede parecer demasiado etérea como para ser tomada en serio en un mundo preocupado por cosas más útiles. Pero puede resultar iluminadora, sobre todo si uno mira dentro de sí mismo, si se ha arrepentido de sus propias canalladas, o si ha acompañado el sufrimiento de otros por las suyas. Para Dostoievski, esa diferencia es fundamental. Por eso escribió en su ‘Diario’: “El que es verdadero amigo de la humanidad, el que haya sufrido, al menos una vez, al ver los padecimientos del pueblo, comprenderá y perdonará la impenetrable suciedad de procedencia extraña en que está sumido nuestro pueblo, y sabrá encontrar diamantes bajo ese lodo”.
VICENTE DURÁN CASAS, S. J.
Departamento de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana@vicdurcas
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