En esos tiempos de la infancia, las calles se reconocían por sus nombres, tenían identidad, más allá de los anónimos referentes numéricos a los que ha obligado el crecimiento desmesurado de las urbes, incluida mi tierra natal, Barranquilla.
En los días de inicio del año hice un recorrido maratónico, intentando búsquedas vitales de recuerdos atrapados en lugares de la geografía urbana, modificados por los cambios de usos del suelo que se transforman al ímpetu de las ‘nuevas’ visiones del desarrollo. Realicé una vuelta nocturna por varios barrios ligados a la infancia y años de juventud. De aquellas casas poco queda. Algunas fueron modificadas y hoy son locales de servicios y otras desaparecieron transformadas en edificios de apartamentos.
Aún sobreviven los parques de juegos de ‘chequita’, permanece la algarabía animando el partido de ‘bola de trapo’ en las tardes de los domingos y, en un sueño marmóreo de más de medio siglo, la escultura del león del parque Olaya, imperturbable, en un pedestal, coloreado de un horrible color amarillo, evidencia de la dejadez de las autoridades en el cuidado del patrimonio escultórico en deterioro en la ciudad.
En fin, en la brevedad de unas cuantas horas nocturnas fue posible hacer el recorrido a la escuela elemental y la ruta de la secundaria, con los olores de la infancia y la juventud extraviados de mi ciudad.
Hubo tiempo para reconocer, a vuelo de pájaro, los nuevos hitos urbanos, algunos verdaderos esperpentos de conceptos insostenibles de intervención de ecosistemas, como la alameda del lago del Cisne, donde el empedrado para parqueadero de vehículos destrozó las hierbas y juncos donde anidaban las garzas y especies acuáticas únicas de esos espejos de aguas de la alquimia etre salobres y dulces, con el producto de la que será la segura desaparición de un ecosistema que ya no resiste la presión de la expansión urbana de enormes edificios y estructuras para centros comerciales que aparecen casi a diario en la geografía que bordea la orilla del río Magdalena, los espejos de agua de Barranquilla y los municipios a la orilla del mar Caribe.
Algunas zonas costeras, sobre todo en Cartagena, ya están siendo devoradas por las olas del mar, que recupera centímetro a centímetro áreas del agua invadidas por proyectos inmobiliarios que, como se evidencia, desbarajustan de manera grave ecosistemas de necesaria preservación en estos tiempos de calentamiento planetario.
La hilera de carros que atiborran túneles y viaductos que cierran el paso de las aguas en lagunas y lagos serán seguramente facturados más temprano que tarde. La burbuja de los negocios del cemento no se detiene. La desaparición de lomas escarbadas por la minería cementera, tampoco.
En el recorrido, por supuesto, no podía faltar la visita a la heladería Americana, la misma del inigualable sabor achocolatado y el dulzón de la mermelada de frambuesa del Frozo Malt, el helado de la infancia. En la calle San Blas, entre Veinte de Julio y Cuartel, se llegaba en las vespertinas de los domingos a la heladería Americana.
El local era por esos tiempos un oasis de frescura al hervidero de la canícula callejera. Las aspas de los ventiladores, además de la refrescante brisa, esparcían el vaho de los helados exhalados por el vientre humeante de los refrigeradores. Mientras el atareado mesero equilibraba el pedido en un azafate de vasos transparentes y sudorosos del páramo de los helados, no podíamos desprender la mirada del enorme mural, recordando el asedio de la ciudad amurallada de Troya. Ese espacio mágico quedó inmortalizado para siempre en la letra de ‘El amor en los tiempos del cólera’, de Gabito.
Héctor Pineda S.*
* Constituyente